Y en el camino, Barcelona
La alcaldía de Barcelona no es terreno para paracaidistas. Quien quiera ser alcalde tendrá que construirse una clara identificación con la ciudad
La dinámica acción-reacción en la que está instalado el conflicto catalán no permita avistar fácilmente una salida del terreno pantanoso en que llevamos ya unos cuantos meses atrapados. Puigdemont y su entorno han colocado en la presidencia a un portador de las esencias del nacionalismo catalán más reaccionario y excluyente. Mientras que en el constitucionalismo marca la pauta Ciudadanos que, con el tono enrabietado que le caracteriza, no tiene otra respuesta al llamado desafío catalán que la represiva: su discurso empieza y acaba en las iniciativas de excepción, en las denuncias judiciales, en la persecución de todo lo que se mueve en el universo independentista, ya sean palabras o hechos.
En medio de este ruido van aflorando las discrepancias en el soberanismo. Y tendremos que estar atentos al doble lenguaje de las palabras y de los hechos. Esquerra viene señalando ya hace algunas semanas la necesidad de abandonar temporalmente la unilateralidad y abrirse a nuevos socios y aliados. Su negativa a que sus consejeros sean repuestos en sus cargos, confirma que el partido asume un cambio de etapa. Y por si quedaba alguna duda, Junqueras la ha disipado en el Diario.es: “Hablando se entiende la gente, dicen. Estamos en la cárcel y no ponemos como condición para dialogar, ninguna premisa, ni siquiera nuestra liberación, el traslado a las cárceles catalanas o el regreso de los exiliados”. Sin embargo, el acomplejado PDeCAT sigue sin atreverse a expresar en público sus discrepancias con Puigdemont que sus dirigentes repiten en privado. La unidad en la formación de gobierno no impide que las diferencias sean cada día de mayor calado.
En este sentido, la larvada confrontación interna del soberanismo va camino de desplazarse a las elecciones municipales. Objetivo: Barcelona. La consigna es clara: el independentismo necesita la capital para consolidarse. Y con este argumento se intentará forzar una lista unitaria del soberanismo, a pesar de que PDeCAT y Esquerra ya han elegido sus candidatos propios. Cuando aflora el nacionalismo de raíz carlista más tradicional (la nación como realidad trascendental por encima de las personas) creo que es hora de que el soberanismo progresista pierda el miedo a ser señalado como traidor y recupere voz propia.
Barcelona es muy suya. Si se me permite la expresión, hay un patriotismo de ciudad que la vive como un referente singular y autosuficiente. Capital de Cataluña, sin duda, pero no simple emanación o culminación de ésta, entre otras cosas porque su halo es más visible en el mundo que el del conjunto del país. Muchos barceloneses, soberanistas incluidos, verían mal unas elecciones municipales planteadas en términos de complemento del proceso independentista. Barcelona es una entidad en sí misma y como tal debe debatir sus problemas y discutir su futuro. Atraparla en el debate identitario no es seguro que genere los efectos deseados por sus promotores. Ni siquiera ahogar a los Comunes, que es lo que busca la derecha.
Del mismo modo, la alcaldía de Barcelona no es terreno para paracaidistas. Quien quiera ser alcalde tendrá que construirse una clara identificación con la ciudad. Un par de semanas atrás, tuvo impacto el anuncio de una hipotética candidatura de Manuel Valls, al frente de Ciudadanos. Las primeras encuestas le auguran un fracaso, peor resultado que otros candidatos de esta misma formación. Aquellos barceloneses que se sienten españoles y desconfían del soberanismo, ¿tienen que ser redimidos por un gabacho? Los marcos mentales de los nacionalismos son rígidos.
No se puede jugar con Barcelona. Y reducir la batalla por la alcaldía a la cuestión identitaria puede ser goloso para los sectores más radicales de ambos lados, pero sería problemático para la capacidad de irradiación de la ciudad. La coyuntura es extremadamente delicada y mientras haya políticos en la cárcel y políticos exiliados los candidatos tendrán que tentarse la ropa antes de atreverse a hacer determinados movimientos. Pero Barcelona debería ser la oportunidad de reencontrar el debate político más allá de la estricta cuestión identitaria, sin miedo a abrirse a nuevas alianzas. La unidad del independentismo al precio de tantos silencios, de tantas cosas dichas en privado que no se osan pronunciar en público, se hace nociva. Y Barcelona debería ser una oportunidad para que cada cual recuperara su palabra. Después, en función de los resultados, ya surgirán los pactos necesarios. Volver al mantra de las listas unitarias es seguir negando el reconocimiento y la expresión de la compleja realidad.
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