OT: Mientras dure el espejismo
Los concursantes de la exitosa última edición desatan el fervor en Vistalegre con su popurrí de buenas intenciones y voces agudas
Esto que sigue no es una crónica musical, qué va. Lo que viene es la constatación de una avalancha. El relato de un fenómeno numérica y circunstancialmente avasallador. El testimonio de 11.000 almas que abarrotan una mole horrenda de hormigón para contemplar de cerca a 16 ídolos televisivos dispuestos a aprovechar —por la cuenta que les trae— los 15 minutos de gloria con que se han visto agraciados por los avatares del destino. Alguno (más bien alguna) sobrevivirá a su efímera condición presente de ídolo de barro. Por puro cálculo de probabilidades. Pero mientras dure el espejismo, todos se esfuerzan por mostrar el perfil bueno, por engatusar al público con su aura de chicas y chicos formales, apasionados, conquistadores de sueños y anhelos. Aunque el conjunto global resulte tan verosímil como una candidatura conjunta de Trump y Kim Jong un al Nobel de la Paz.
Superado el espectáculo catódico, ya fuese aquello una operación de talento o telerrealidad (la T sirve para todo), llega para estos buenos mozos el momento de pisar el mundo real y enfrentarse a sus complejas tesituras. Y el primer problema de credibilidad surge cuando el flamante estreno madrileño de esta gira de OT acontece en el Palacio Vistalegre, un espacio pesadillesco y de resonancia atroz. La producción, sencilla pero cuidada, tropieza con la evidencia de que todo suena a hojalata perforada, a cinta de casete, a loro viejo en el Seat 132 de papá. La debacle remitirá en buena parte tras unos primeros 20 minutos espantosos, pero resulta cruel, por ejemplo, divisar una sección de metales en el escenario y no distinguir hasta casi el final una triste nota de las emitidas por saxo y trompeta.
La fiesta comienza con un I'm still standing (Elton John) a 16 voces y seis bailarines, con un griterío jubiloso y atronador en gradas y pista, con la exhibición de pancartas, globos, caras pintadas y demás distintivos con las preferencias de cada cual. Operación Triunfo es un fenómeno que propicia actitudes gregarias: o perteneces la tribu o estás fuera y, en consecuencia, se desatan hostilidades y recelos. Como si de una congregación cuasi religiosa se tratara, los feligreses siguen los cánticos y vigilan del reojo a quien muestra síntomas de no saberse la letra. De esta manera, el apóstata se ve abocado al bisbiseo: mejor disimular, pasar inadvertido, eludir las suspicacias. Practicar el playback.
El problema, para el neófito, es que el grueso de la oferta se hace indistinguible. Las voces resultan prístinas, correctas, empastadas y, en la inmensa mayoría de los casos, dolorosamente anodinas. Son tan irreprochables como carentes de cualquier atisbo de carisma. Y, quizá por todo ello, el repertorio abunda en estribillos agudos, gritones, propicios para la exhibición y el gorgorito (no digamos ya con Agoney y su Eloise). La técnica no al servicio de la emoción, sino de la excusa.
La excusa, que conste, es magnífica: un karaoke multitudinario y feliz. Podemos disfrutarlo, a ser posible en amor y buena compañía. Pero no confundirlo —si no es mucho pedir— con una eclosión artística o un estallido generacional.
Por eso, si prescindimos de la parafernalia y la purpurina, de gargantas inflamadas, efusividades y demás euforias (como la canción), la mochila se nos queda bastante menguada. Puede resultar creíble Aitana en Chandelier y en Issues, esta además muy bien coreografiada. Cepeda se pronuncia contra el bullying en las aulas antes de afrontar un Say you won't let go con guitarra en ristre, inglés tosco y, al menos, un falsete bonito. Y Manos vacías, canción espléndida de Miguel Bosé, acabó con piquito entre Raoul y Agoney. Y con mensaje: "Esto lo hacemos por el amor. Y por la visibilidad".
Pero la única que merece párrafo aparte, y bien está que así sea, es la ganadora. A Amaia le gritan "Amaia de España" (y de Navarra) antes de abordar Miedo. Y de demostrar que la muchacha es el único acto de verdadera justicia que ha arrojado todo este tinglado. Con matices, con espectro emocional y con personalidad propia, porque su versión del clásico de M-Clan difiere enormemente de la original y la complementa. Luego llegaría su celebrada recreación de Shake it out, que de paso sirve para reivindicar ante el gran público a Florence Welch. Igual que Alfred y Marina avivan con Don't dream it's over el recuerdo de los maravillosos Crowded House.
Por supuesto, nadie pretendió anoche establecer competiciones en torno al estilo musical o la excelencia. La tribu triunfita es una hermandad bien avenida, al menos en apariencia; los abrazos y la sonrisa sirven como moneda de cambio y el plató es el espacio natural de la camaradería y el happy together. Con las mismas, nadie parece escoger a su favorito de entre los 16 en función de su voz o filiación estilística: la academia del programa )sin que acertemos a intuir qué demonios significará tal institución docente) ya se encargó de limar aristas y despachar clones. En consecuencia, el favoritismo depende de factores como la fotogenia, la procedencia geográfica, la fotogenia, el grado de vulnerabilidad o arrojo y, a buen seguro, la fotogenia. Todos aguantan muy bien los primerísimos planos de la pantalla gigante. Son jóvenes, guapos, cantan bien, han salido en la tele y, ocasionalmente, se enamoran. Fin de la historia.
Quizá no merezca la pena tomarse muy a pecho esta cosa de Operación Triunfo. O tal vez un poco sí, teniendo en cuenta que la sufragamos con fondos públicos; como Cárdenas o, hasta hace no tanto, Herrera y Bertín. La colectiva Camina, que es una cursilería sonrojante, sirve casi al final para rendir homenaje al niño Gabriel y ondear la bandera arcoíris, quizá la única conquista que merezca la pena de esta historia. Esa, y que Tu canción sea la mejor ídem española en Eurovisión en un número casi infinito de años, lo que tampoco es decir mucho. El resto, después de 37 piezas y 133 minutos, es más bien poquita cosa
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