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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Aguas en mal estado

La privatización de ATLL ilustra la chapuza que es capaz de cometer el poder democrático cuando actúa más por devoción privatizadora que por interés público

Francesc Valls
Estación de bombeo de ATLL en Fontsanta.
Estación de bombeo de ATLL en Fontsanta.g. battista

El pasado 21 de febrero, mientras representantes del tercer estado y príncipes electores buscaban el pacto en tierras de Flandes, el Tribunal Supremo revocaba el contrato de concesión de la empresa pública Aigües Ter-Llobregat (ATLL) a un consorcio liderado por Acciona por mil millones de euros durante 50 años. La mayor privatización jamás realizada por un Gobierno catalán quedaba así tocada de muerte “por la existencia de vicios en el procedimiento de licitación no imputables a los licitadores”, según el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (2015) o “por violar la igualdad de condiciones en que ha de producirse la licitación”, de acuerdo con el reciente fallo del Supremo. El tema no es menor, pues ATLL distribuye el agua en alta y abastece a más de cuatro millones de personas que habitan Barcelona y su área metropolitana.

La justicia daba de esta manera al traste con el particular cuento de la lechera del Ejecutivo de Artur Mas sobre cómo construir un país reduciendo en cinco décimas el déficit de Generalitat. Eran tiempos en que los convergentes ­–entonces soberanistas mayoritarios– pugnaban con el PP para ser los campeones del recorte. Cataluña se debatía, según el relato del nacionalismo oficial, entre ser la floreciente Holanda del sur o un emporio de casinos apadrinados por Sheldon Adelson, empeñado en convertir una (autoproclamada) milenaria nación en la Mahagonny europea. Pero sigamos el curso del agua. El acuerdo entre la Generalitat y Acciona no tuvo efectos hasta las 23.59 horas del 31 de diciembre de 2012, un minuto antes de que sonaran esas doce campanadas que transformaron a la pecadora y malgastadora Generalitat en hermana mayor de la cofradía del sagrado objetivo de déficit.

Ahora, tras la sentencia del Supremo del 21 de febrero pasado, la perla de la corona de la privatización del extinto Govern dels millors va a costar un ojo de la cara al siempre culpabilizado erario público. Recuperar la concesión supondrá, al menos, 380 millones de euros, según la provisión que realizó el Gobierno catalán en 2014 pese a negar que hubiera reservado cantidad alguna. Este viaje a ninguna parte ilustra la chapuza que es capaz de cometer el poder democrático cuando actúa más por devoción privatizadora que por interés público. Claro que el mecanismo no sorprende por estos lares donde el comisionista corrupto suele disfrazarse en buen gestor a fuer de liberal.

El curso del agua no es cristalino, sino más bien turbio. Así lo demostraba un reciente informe de la Guardia Civil avanzado por este diario que ponía de relieve cómo directivos de la empresa pública Acuamed y de la constructora FCC manipularon presuntamente informes técnicos para evitar extraer los lodos tóxicos que quedaban en el pantano de Flix. De esta manera, pretendían dar por finalizada la obra de descontaminación y que FCC cobrara los 36,9 millones de euros que reclamaba a Acuamed por los trabajos de limpieza de los residuos dejados por Ercros. Una ingeniera de la empresa pública que se negó a plegarse al apaño fue despedida. He aquí otro ejemplo de colaboración público-privado.

Un último peldaño de ese turbio y lodoso transcurrir del agua lo ha brindado una reciente auditoría de Barcelona Regional, que ha hallado sobrevaloración de los activos aportados por Agbar en 2012 –con Xavier Trias de alcalde de Barcelona– en la creación de la empresa mixta ­público-privada que suministra el agua a Barcelona y a 22 ciudades próximas. Los activos en cuestión tienen, de acuerdo con la auditoría, un valor de 130 millones de euros y no de 476 millones, como declaró Agbar y aceptó devotamente el Área Metropolitana de Barcelona. Por añadidura, la adjudicación del servicio, se halla pendiente de sentencia del Tribunal Supremo, pues fue hecha sin pasar por concurso público. Entre 2008 y 2013, dos fundaciones de CDC –Catdem y Barcelona Fòrum- recibieron del grupo Agbar donaciones por más de 1,5 millones de euros.

Renato Zangheri, que fue durante 13 años alcalde comunista de Bolonia, puso en funcionamiento en la capital de la entonces roja Emilia Romagna un auténtico estado del bienestar para combatir las desigualdades. Para ello estableció una fuerte descentralización, recurrió al déficit para financiar los servicios y estableció puentes de colaboración con el sector privado, un aspecto que usan como bandera los detractores de la remunicipalización de servicios básicos. Zangheri tenía claro que lo público debía embridar el ímpetu del negocio para que triunfase el interés común. Todo aquello sucedía en la Italia previa al estallido de la corrupción. Ahora, la supeditación de la política a la economía convierte en quimera el modelo Bolonia años setenta. Y eso vale para los territorios del imperio español, incluyendo Flandes.

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