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Siempre Kafka: ahora la Metamorfosis

Empezó como el Proceso, fatigante y recursivo, pero ahora es la Metamorfosis, que está convirtiendo el movimiento en algo nuevo y desconocido

Lluís Bassets
El Parlamento, en una imagen de archivo.
El Parlamento, en una imagen de archivo.ALBERT GARCÍA

El independentismo está cambiando. Se está transformando en función de las metas superadas y de la aparición de nuevos objetivos que sustituyen los objetivos inservibles o quemados. Desde 2012 se han hecho dos consultas con pretensiones refrendarias y tres elecciones también como si fueran plebiscitos. Desde un punto de vista estrictamente cuantitativo estas cinco pasadas por las urnas han dado un resultado claro y contundente: el independentismo se acerca al 50% de los votantes, pero nunca es suficientemente fuerte como para arrastrar a la sociedad catalana hasta un paso irreversible hacia la independencia.

Con este 47 o 48% se han hecho muchas independencias en otros momentos y latitudes, pero no en la Europa y el mundo de hoy. Y más cuando el efecto final que han tenido es el de hacer surgir la novedad absoluta de un voto nítidamente hostil y diferenciado respecto al catalanismo en favor de la candidatura de Ciudadanos, "partido de referencia", según ha explicado muy bien y con alarma Albert Branchadell, "de una minoría nacional española dentro de Cataluña".

Todo el mundo lo sabe y ya no es profecía sino evidencia: no hay república, no hay independencia, y no la habrá en el futuro visible de las actuales generaciones

El balance cuantitativo del proceso es insuficiente y a la vez preocupante: en lugar de un solo pueblo unido tenemos dos y enfrentados, dos naciones opuestas en lugar de la nación inclusiva e incluida en España del catalanismo autonomista que habíamos conocido. La única esperanza independentista radica en la evolución demográfica en un futuro más bien lejano y al fin y al cabo nada determinado: no sabemos qué pensarán del Proceso las generaciones más jóvenes y tampoco cómo se comportarán los inmigrantes recientes y nuevos, aunque sabemos que normalmente suelen decantarse en contra de la independencia.

A estas alturas, pues, hay dos cuestiones que han caído de la agenda política. Habrá que esperar mucho tiempo para que se pueda hablar de independencia con un poco de credibilidad. El sentimiento permanece, está claro y no hay nada que decir. Los sueños son para soñar. El objetivo político ya no está en el orden del día, estafa, de los que quieren cons fuera de la fantasía, más bien truir república tras jurar y perjurar que nunca la proclamaron. Lo primero lo hacen de cara a la parroquia, mientras que lo segundo de cara a los jueces. Todo el mundo lo sabe y ya no es profecía sino evidencia: no hay república, no hay independencia, y no la habrá en el futuro visible de las actuales generaciones, sobre todo las de más añada, que tanto se han movilizado.

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Más grave aún es que haya caído de la agenda, aunque algunos no se han dado cuenta, la pieza central de la argumentación determinista del independentismo, que era el derecho a decidir. Gracias a esta fabulosa invención, los ciudadanos de Cataluña conseguirían ya fuera la independencia ya fuera el estatus de sujeto político con el derecho a decidir, en caso de que se ejerciera pero el resultado fuera negativo. Sería una victoria aparentemente menor, puesto que permitiría volver a exigir tantas veces como fuera necesario, hasta conseguirlo (Donec Perficiam) como dice el lema obsesivamente militante. Pues bien, esto hoy es tan utópico y fuera de alcance como la independencia. Ni los que simpatizaban desde fuera de Cataluña se atreven a mencionarlo.

El estado de debilidad en que ha quedado Cataluña tras el desenlace del Proceso es extraordinario. Los protagonistas de la hazaña, más bien fechoría, todavía no se han dado cuenta, pero la pérdida abarca incluso objetivos perfectamente autonomistas e integradores. La reforma de la Constitución, la idea de un pacto fiscal, la posibilidad de un reconocimiento de la singularidad catalana, hipótesis propias de la tercera vía, denostada tanto por el independentismo como por el uniformismo, son posibilidades más remotas hoy que ayer, sobre todo porque Cataluña ya no pesa en Madrid y se encuentra dividida en casa, y están ausentes las dos condiciones que han permitido todos los avances a lo largo de un siglo y medio de catalanismo.

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Lo único que mueve al independentismo y que le lleva a las urnas con buenos resultados es su incapacidad para enfrentarse con la realidad de la derrota catalanista auto infligida. Seis años de tergiversaciones, promesas incumplidas y mentiras flagrantes solo pueden seguir tapándose con más tergiversaciones, más promesas incumplidas y más mentiras flagrantes. Es la única manera de volver a votarlos y seguir todavía movilizados: cerrando los ojos a la verdad. Este es el momento del nuevo Proceso, que permite las extravagancias de la diarquía, las presidencias simbólicas, los gobiernos en el exilio y las repúblicas del aire instaladas en Bélgica.

Todos estos castillos de cartas se aguantan con un solo cemento, incluso electoralmente, y este cemento es de nuevo un relato, otra fantasía narrativa sobre un referéndum de autodeterminación celebrado a pesar de la represión del Estado, una república pacífica proclamada que ha de eludir la violencia estatal, unos patriotas resistentes que tienen que elegir entre la cárcel y el exilio... y aún no ha terminado y seguirá, porque la justicia tiene mucho trabajo por delante y va para largo.

Y a la vez, ningún objetivo que no sea conservar el poder todavía mantenido, ninguna dirección que no conduzca a perjudicar al Estado, ninguna estrategia que no sea minimizar los daños en los patrimonios y las personas como resultado de sus responsabilidades penales. Todo bastante y suficiente para una ONG o por una comunidad religiosa, pero políticamente muy inconsistente para gobernar un país, como tendrá que hacer al final la mayoría independentista.

Hasta ahora, era el Proceso, ahora es la Metamorfosis, la transformación del movimiento independentista en mera asociación anti represiva y defensiva. Pero siempre, Kafka. ¡Pobre Kafka!, ¿qué culpa tiene?

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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