Estrategia e inmoralidad
No se trata de tener los pies en el suelo; se trata de encarar las realidades y los desafíos de cara, con criterio de verdad
Empieza a ser fácil cargar contra el proceso por los resultados que ya se perciben. La sociedad catalana más dividida que nunca, un partido nacido para impugnar el catalanismo convertido en mayoritario en Cataluña y en gran fuerza ascendente en España, las instituciones intervenidas por decisión del Gobierno central, un descrédito general aquí y fuera de la política catalana que necesitará décadas para superarse. A muchos de nosotros, de los que ya habíamos alertado de la futilidad de esta empresa, nos resultaría fácil ahora regodearnos en la derrota de la política oficial de los “irresponsables” —Jordi Amat los define así- que nos han gobernado casi sin interrupción desde 1978. Pero no hay que imitar al adversario y cometer errores a la altura de una política insolvente desde los propios fundamentos. Hay que poner los puntos sobre las íes y restaurar a la vez la paz civil en el país.
El cometido no es sencillo. El problema de fondo no es solo rectificar el alcance de unas decisiones políticas que se retratan por resultados a la vista de todo el mundo. El problema es hacer entender a dos millones de compatriotas que la empresa partía de unos fundamentos erróneos que la hacían inviable y a la vez inmoral. Sobre el primer punto ya se han dicho muchas cosas: la mayoría exhibida en el Parlamento no era una mayoría de ciudadanía, que tendría que ser abrumadora para desafiar la ley de la gravedad; infravalorar la fuerza del Estado y de las garantías de seguridad con que la Constitución española se blindó desde un buen comienzo; la fuerza del sentimiento nacional en el resto de España, que encaja muy mal el solipsismo catalán de pretender una solución a sus problemas al margen del conjunto. Sobre todo ello se ha recibido una rápida lección práctica que debería hacer reflexionar al subsistema político catalán y a la vez a tantos y tantos catalanes y catalanas que han creído de buena fe en una narrativa que convertía los problemas de fondo en consignas y en palabras de significado más que dudoso. “Derecho a decidir”, “política de la gente”, “mandato democrático” son, sin más precisiones, expresiones vacías, quizás útiles para hacer que la gente salga a la calle pero en modo alguno para orientar la solución a los problemas del país, los que inquietan a tanta gente: de la sanidad y la educación a la cultura y la lengua. Insisto en este último punto. No se puede caer en la trampa de oponer lo social y de bienestar a los problemas de identidad y cultura de una sociedad pequeña enmarcada en complejos políticos más amplios. La única política seria será aquella que trate de confrontarlos a la vez y como una parte de un todo, aunque pueda, de nuevo, ser calificada de no nacionalista.
El problema esencial, a pesar de todo, es el de la inmoralidad de los objetivos exhibidos. Y es aquí donde el papel de la llamada izquierda ha sido literalmente patético. Para entrar en materia, lo resumiré en dos consideraciones básicas y en una conclusión. La primera consideración es de orden histórico. El secesionismo no ha sido nunca una política mayoritaria por razones sustantivas. Ha sido una vaga mirada hacia atrás y la sublimación de una realidad a menudo poco satisfactoria. Los historiadores más solventes, desde Jaume Vicens y Josep Fontana hasta la última gran aportación de Joan-Lluís Marfany sobre la Renaixença, han mostrado la profunda imbricación catalana no solo en el mercado español sino en la propia construcción del Estado desde la revolución liberal. No hay Aribau y Rubió i Ors sin Balaguer y Prim, no hay Prat de la Riba sin Cambó, no hay Macià sin Companys y Coromines, no hay Negrín sin Tarradellas, no hay Pujol sin Roca Junyent. La historia del catalanismo es la historia de esta compleja síntesis entre construir el país y definir sus aspiraciones mientras se participa en el mercado político, administrativo y económico español. Segunda consideración: las sociedades no son estáticas. Un equipo compacto de catalanes (un exiliado republicano, el más brillante) salvó in extremis la economía española con el Plan de Estabilización del año 1959, en pleno franquismo. Una de sus consecuencias fue la más formidable oleada migratoria nunca vista en la Península, muy por encima de los flujos inmigratorios anteriores de valencianos, aragoneses y baleáricos. Los mayores beneficiarios fueron de Alemania, Francia y Suiza, las áreas industriales de Barcelona y Madrid. La sociedad catalana cambió de arriba abajo. La de hoy es la suma de todo ello, de los hijos y nietos de los que ya estaban, de los hijos y nietos de los “nuevos catalanes”. Los nexos con el resto del Estado aumentaron la vertiente humana y familiar donde las conexiones eran antes, salvo parcialmente el caso de los aragoneses, esencialmente políticas, administrativas y culturales. El enorme progreso de todo tipo que todo ello representó explica muchas cosas de lo que ha pasado estos últimos años. Esconder estas dos cuestiones, ambas muy conocidas, discutidas y explicadas, es una inmoralidad política (ahora no hablamos de las de otros tipos: usar dinero público por causas de facción, por masivas que fueran).
Una conclusión final. Cataluña es muchas cosas a la vez: una región vital para la estabilidad española, que nunca la debería tratar —por este motivo al menos— de manera arbitraria, y una nación en el sentido de disponer de una cultura y una identidad distintiva que es la suma de muchos componentes. El nacionalismo pujolista del resentimiento y el nacionalismo de los nuevos creyentes no podrán extraer nunca las lecciones de todo. Seguir insistiendo en el mito de la nación soberana impide registrar la lógica de las dinámicas regionalizadoras que estar en España y Europa nos imponen de modo imperativo; pero abandonar, como se nos pide, la centenaria aportación del catalanismo a la cultura y al sentimiento de pertenencia de generaciones de catalanes sería puro derrotismo. No se trata de tener los pies en el suelo; se trata de encarar las realidades y los desafíos de cara, con criterio de verdad. Soñar despierto tiene un precio.
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