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Café de Madrid
Columna
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Elogio del estorbo

El autor ha decidido cerrar el año celebrando este "elemento esencial de la cultura carpetovetónica"

JORGE F. HERNÁNDEZ

Me he quejado tanto de los estorbos que creo que sería mejor cerrar el año celebrándolos como elemento esencial de la cultura carpetovetónica. Loas al imprudente que se planta frente a las escaleras eléctricas para reflexionar sobre el rábano y larga vida a la señora que se detiene de pronto en medio de cualquier pasillo como declaración simbólica de una conquista íntima; aplausos para todos los grupos que extienden la tertulia con la que estorban al filo de una larga barra de bar, más allá del local, en plena acera y viva la dama que interrumpe sus pasos para obsequiar su espalda como un muro con el que pretende camuflar la insulsa conversación que viene vociferando en el móvil.

Celebremos a los cientos de automovilistas que estorban el flujo vehicular e incluso los pasos de cebra con la inapelable excusa de sacarse un moco o mirar el móvil o sintonizar mejor el chisme de una tertulia donde todos los invitados gritan parlamentos con el fin de estorbar el decurso de una posible conversación y por lo mismo, conmemoremos un día más en el que políticos profesionales y funcionarios sin cartera despliegan el bello arte de estorbar el planteamiento de posibles soluciones o planes de convivencia. Albricias, que por allá se asoma la simpática parejita que pretende estorbar la vereda en pleno parque con el propósito de informar corporalmente de su recién fraguada felicidad y sonora ovación para el que estornuda, se suena con pañuelo y aprovecha para escupir en plena vía andante como para alertar a todo prójimo del posible contagio; sereno reconocimiento a los cientos de madrileños, españoles de toda geografía, que acostumbran apostarse al filo de todas las puertas (del autobús, del Metro, de las letrinas y de los consultorios) no para entrar o salir, sino simplemente para estorbar que de eso se trata, que la consigna recurrente es la de no soy nadie, pero estorbo para solaz del resto de la humanidad y envidia de los sajones o rumiantes que fluyen sin parar, que caminan hasta cuando se hacen a un lado, que se pliegan a la vera y renunciar al torrente que nos une por estorbos, que nos dan las uvas en la espera y que somos capaces de atragantarnos con un barquillo por sincronizar los propios pasos al ritmo impredecible de los estorbos, al filo de los codazos que parecen inocentes y en este Madrid donde toda fila implica que no falte alguien que te se pega a la espalda como si perdiera el rumbo, como si fallara el eslabón comunitario que permite sentirse en paz, precisamente porque siempre habrá alguien que nos estorbe.

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