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Café de Madrid

Dos que son Uno

El autor alaba el placer de la buena conversación en mitad de la ciudad

J. F. H.

Quizá el mejor preámbulo para una jornada impredecible o para los nervios al filo de unos días de guardar sea la evocación del efímero instante en que dos que son uno se encuentran a la mitad de una calle y la conversación convierte sus cabellos en hojas reverdecidas de una conversación común. La concordia no excluye la posibilidad de debate y ambos se estrechan la mano como árboles humanos a la mitad de una selva de asfalto; el uno sabe que el otro, aún siendo diametralmente opuesto a sus opiniones o posiciones, concuerda en la saliva sin ira, en la capacidad para escucharse y en las ganas de formular respuesta verbal, mas nunca en puños.

Uno que son dos o multiplicados por una azar inexplicable se hablan a los ojos y evitan las mentiras; por lo mismo, no vienen al caso los rencores vetustos, las rencillas caducas o los reclamos ancestrales que en realidad correspondían a sus abuelos. En el espejo instantáneo en que se cruzan sus palabras flota un ligero vaho de posibilidades, de parlamentos constructivos y de coincidencias inesperadas: las hojas de sus respectivas cabezas empiezan a revolotear en cuanto recuerdan sus respectivos otoños y uno de los dos parece convertirse lentamente en roble, con el trampantojo de su ropa marrón y quizá hablen entonces de los fríos que se comparten en ambos lados de un inmenso mar o de la diferencia de los horarios que cada uno lleva en su corazón.

Con todo, se entienden y entre ambos parece florecer una pequeña cartografía de sílabas hiladas que les permite mirar mucho más allá de sus limitados espacios. Imaginan entonces que se han visto en otros lares y en épocas remotas, que se conocen de oídas y se memorizaron ambos un rostro que se puede ensombrecer o iluminar con la luna. Ya entrada la confianza, evocan los nombres de una mujer con la que uno hablaba de madrugada o la musa que se aparecía al mediodía sin aviso y a escondidas del mundo y pasan a enlistar los sabores de las frutas, los colores de los óleos, las ganas de ayudar a alguien, el estado intacto de un sendero casi desconocido en medio de un parque o la panadería hacia donde se dirigen ambos, cruzándose inexplicablemente en una calle donde parecía que cada quien iba en dirección contraria… y se me ocurre que en realidad no son más que metáfora y buen deseo de que tanta diatriba y tanta necia discusión, tanto jaleo verbal y tanta mentira embadurnada por razones políticas podría esfumarse inofensivamente en la limpia superficie del espejo que nos refleja y refracta a todos.

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