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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Eslóganes y razones

Los problemas superan las fronteras actuales, futuras o imaginarias. Hay que debatir a fondo cómo acabar con la cronificación de la pobreza y la continua erosión del Estado del bienestar

Francesc Valls
Dos sin techo duermen en una calle del Eixample
Dos sin techo duermen en una calle del EixampleMassimiliano Minocri

Se acercan las elecciones del 21 de diciembre con políticos presos, cabezas de lista encarcelados o con orden de detención pesando sobre ellos y el Gobierno de la Generalitat intervenido en aplicación polémica del artículo 155 de la Constitución. La situación es más proclive a la testosterona que al análisis sereno. Es lo que tienen patriotismos y banderas, que con facilidad convierten a la ciudadanía en hinchada y las autocríticas en autojustificaciones. Tanta emoción pone sordina a los problemas cotidianos que, en el mejor de los casos, quedan reducidos a meras armas electorales. Mientras, la marea de la precariedad va subiendo, amenazando con engullir cada vez más logros sociales.

Los recientes datos de Eurostat confirman que en 2016 el PIB español creció más que la recaudación, con lo que la presión fiscal ha disminuido. España hubiera podido ingresar unos 75.000 millones más de haber estado en la media de la zona euro en los que a impuestos se refiere. Pero no es así, está en el puesto 13 de los 19 países de la zona. Los poco más de 8.000 millones de euros que nominalmente quedan en la caja de las pensiones tal vez hubieran agradecido mayor recaudación habida cuenta de que el Gobierno central ha debido recurrir a un préstamo de 10.200 millones de euros para cubrir necesidades. En realidad, el Partido Popular no ha hecho más que cumplir con su programa: bajar impuestos. Todo muy a gusto de los conservadores, aunque se ponga en jaque los derechos sociales de los casi nueve millones de pensionistas. Elementos para la reflexión no faltan. El Gobierno central reducirá en 2018 por tercer año consecutivo los gastos en sanidad, educación y protección social respecto al PIB, aunque paradójicamente estén presupuestados 2.000 millones para el rescate de las tan célebres como deficitarias autopistas radiales. Desde que Mariano Rajoy llegó a La Moncloa, el gasto social ha pasado del 48% del PIB al 40% previsto para 2019, según el Programa de Estabilidad 2017-2020. Crece la economía —esa es la gran coartada— pero bajan los salarios, esa es la realidad. En noviembre la Seguridad Social perdió 12.733 afiliados, de ellos 4.038 —un tercio— en Cataluña. El 91% de las nuevas contrataciones laborales tiene una duración media de 51 días y solo el 55% de los parados reciben prestaciones. Y todos los nacionalistas de orden exhiben con orgullo su acercamiento al objetivo de déficit como valor intrínseco.

Estamos asistiendo a la ceremonia de la transustanciación de argumentos en eslóganes. Según la Administración central, las pensiones en Cataluña deberían reducirse en un 20% de cubrirse solo con las cotizaciones recaudadas en la comunidad. Estos datos de la primavera pasada fueron contestados unos meses más tarde, en septiembre, por el Gobierno catalán con el argumento de que ese déficit de casi 5.000 millones no tenía en cuenta la transferencia al Estado. Para la Generalitat, el déficit de la Seguridad Social en Cataluña es de 1.300 millones. Para unos, la solución es no sacudir el magro árbol del status quo. Para otros, se trata de hallar el cuerno de la independencia, cuyo fruto permite vivir a cuerpo de rey a aquel que lo posea.

Los términos en que transcurre este debate no tranquilizan, porque mientras se fragiliza el mercado laboral y mengua casi a cero la caja de las pensiones.

Antoni Comín, consejero de Salud del Gobierno de Puigdemont, clamó en febrero de 2016 que la independencia era la manera más segura de disponer de mil millones más para la sanidad. El legado que deja son las urgencias saturadas —como en cualquier centro sanitario público de la mayoría de comunidades autónomas—, 120.000 pacientes aguardando pruebas diagnósticas y hasta tres semanas de espera para ser visitado por el médico de cabecera, cuando el límite de tiempo que se fijó el plan de choque del propio Comín era de 48 horas. De hecho, el ciudadano no ha notado mejoría alguna.

A estas alturas y vistos los precedentes, hay que prescindir de inmovilismos y soluciones mágicas. Los problemas superan fronteras actuales, futuras o imaginarias. Hay que debatir a fondo cómo acabar con la cronificación de la pobreza y la continua erosión del Estado del bienestar que impone el nuevo modelo social surgido de la crisis.

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