Aquello que pudo haber sido
El independentismo se enfrentará electoralmente a sí mismo tanto como a sus contrarios gracias también a sus reproches cruzados, sus miradas desconfiadas y su épica diezmada
Nadie aguanta su propio archivo. Sobre todo cuando su pasado delata todo lo que no pudo ser. Lamento íntimo de activistas independentistas a quienes les regresan sus propias palabras como si de una regurgitación se tratara. Y ante el riesgo de que, a diferencia de los rumiantes, a ellos se les atraganten por indigestas alguien les habrá aconsejado iniciar un reconocimiento de su pecado como venial para evitar que la Inquisición se lo castigue como mortal. Se acerca el viento de las urnas del que conoceremos su intensidad real en cinco semanas. Sabremos entonces también si será levante o poniente. Y, como más vale prevenir, qué mejor que admitir por la vía judicial o declarativa que nada fue lo que parecía a pesar de que todos les escuchamos decir reiteradamente como querían que pareciese lo que ya sabían que no era. Un juego de palabras demasiado fácil para una situación excesivamente grave.
Pero más allá de lo que algunos fingen descubrir y otros insisten en condenar lo interesante será saber cuántos ciudadanos se sentirán afectados por el engaño, cuántos lo perdonaran y cuántos ni se inmutarán. Los primeros se enfrentaran a un gordo dilema. Huérfanos de referentes y desconfiados ante las nuevas promesas deberán buscar cobijo en formaciones que tampoco les seducirán lo suficiente. Decidan lo que decidan lo harán con la pinza en la nariz. La excusa de los segundos serán las difíciles condiciones a las que govern y Parlament tuvieron que enfrenarse, la amenaza galopante, la agresividad del Estado y su violencia presenciada el 1 de octubre. Les disgusta el engaño, claro, pero aplicaran la alegría en la casa del padre por el pecador arrepentido si detectan que, efectivamente, la contrición ha sido sentida y sincera. De momento están atentos a esa parte de la catarsis creciente pero todavía insuficiente. La reacción de los últimos ya la sabemos porque es la de los irredentos: la defensa de la causa todo lo permite. Cierre de filas y a esperar tiempos mejores que, con la victoria, estan en la esquina. Son quienes insisten en alternativas a la lista única hoy inviable porque no aceptan que las razones de partido sean más poderosas que las razones de Estado. Su lógica es tan implacable como su contumaz insistencia. Siempre fueron los crédulos que afean el paso atrás de los conversos.
Por todo ello, el independentismo se enfrentará electoralmente a sí mismo tanto como a sus contrarios gracias también a sus reproches cruzados, sus miradas desconfiadas y su épica diezmada. Este temor es el que ha disparado interesadamente sus primeras dudas sobre la legitimidad de las elecciones en las que paradójicamente van a participar. Reconvertir en positivos sus resultados si les son favorables, por supuesto, equivaldrá a recobrar más o menos fuerzas dependiendo de los obligados pactos posteriores. En caso contrario también intuimos el balance porque a estas alturas casi todo resulta previsible y casi nada sorprendente.
Tampoco que Rajoy insista en hablar de una minoría silenciosa y silenciada cuando todos sabemos que el gran segmento de la población que no se manifiesta es porque les disgustan unos y desconfía de los otros. Por el orden que quieran. Confundirles con atemorizados catalanes que no se atreven a hablar en voz alta es otra de las muchas inexactitudes de la valoración española del problema. Tantas, como las del bloque secesionista que todo lo capitaliza como propio cuando muchas posiciones le son igualmente ajenas. La prueba es su incapacidad trabajada a pulso para ensanchar lo que se dio en llamar la base social del independentismo y que se ha demostrado otra impotencia. Entre otras cosas porque este fragmento de la población sigue manteniendo sus dudas razonables con la misma insistencia con la que los dos bloques esgrimen sentencias categóricas.
Es casi una alternativa obligada a tanta contundencia. Una defensa de su libertad inquebrantable asediada por ambos. Una alternativa a la falsa obligación de elegir entre los fantasmas de la unidad o de la división. Una aceptación de la democracia como un punto de encuentro entre razones divergentes y una síntesis de intereses contrapuestos. Una asimilación personal e intransferible de lo que llevó a Claude Lefort a su más original, sugestiva y fecunda reflexión sobre el más libre de los sistemas aunque también la más desfigurada y banalizada de cuantas aportó. Como se recuerda en el libro La inquietud de la política, en 1.981 el filósofo francés sentenció que “la democracia alía dos principios aparentemente contradictorios: el primero, que el poder emana del pueblo. El segundo, que este poder no es de nadie”. Porque al no existir un auténtico espacio de poder, éste se sitúa en una zona simbólicamente vacía. Vamos, que nadie se la puede apropiar. La prueba empírica la ha aportado el procés. Ambos contendientes dicen hablar en nombre de la democracia. Luego, ¿yerran?
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