Sobre el valor de la memoria
El autor defiende la protección de la vallecana casa que fotografió Robert Capa como icono de la memoria
Una imagen, una fotografía. Un muro de ladrillo que presenta las huellas de los impactos de la metralla; unos niños que sonríen indiferentes, o quizás ignorantes de forma voluntaria, a la dramática escenografía donde conversan: una foto de Robert Capa y una dirección; calle de Peironcely 10, en un Madrid bombardeado.
Una imagen que ha quedado en sí misma como significante abierto de significados, y una casa que es, más allá de toda memoria, testimonio de desigualdad social. Imagen a pesar de todo, la fotografía posee el valor que le da no sólo una autoría, o el de su equívoca condición documental, sino su dimensión cognitiva, la que provoca la apertura al saber último del drama de cualquier contienda bélica. Y, sin embargo, la casa que es, sólo parece tener el valor que le otorga la memoria de lo que pudo ser, de su significado.
La llamada “cultura de la tutela”, cuyo origen se suele atribuir a la denuncia de Quatremère de Quincy sobre el expolio patrimonial que las tropas de Bonaparte perpetraban en Italia, está fundamentada en la noción de valor, una cuestión determinante del núcleo discursivo de lo patrimonial. Pero la misma idea de monumentum tiene su origen equivalente en aquel título de Monumenta con el que el cónsul Manio Manilio había recopilado las leyes de Numa; con lo que hay que recordar que, en el inicio, el término se refería a las fuentes escritas que reunían los anticuarios, y su desplazamiento semántico posterior no puede ignorar esta dimensión documental. Con un papel secundario, en cuanto su aportación a la cultura material, se van aceptando los vestigios de la escultura y la arquitectura por su poder de recordatio, de su posibilidad de evocar la presencia de hombres ilustres en determinados lugares, o por haber sido contenedores de hechos históricos o míticos. De lo que deriva la comprensión de que todo documento es monumento; es decir, que participa del “poder de la sociedad del pasado sobre la memoria y el futuro”.
Ahora se parte de la distinción entre el valor histórico y el artístico del monumento, (o como dice la norma “bien de interés cultural”), pero de alguna manera está ahí la utilización indistinta que hacía Aloïs Riegl, en 1903, de los términos documento y monumento, dada su condición intercambiable. De hecho, el monumento artístico, que es en sentido propio monumento histórico-artístico y por tanto poseedor de un valor histórico, (como recoge la actual legislación patrimonial), tiene la consecuencia de que “la distinción entre monumentos históricos y artísticos es inexacta, puesto que los segundos están comprendidos en los primeros y se confunden entre ellos”. Esta era la reflexión inicial de Riegl, el preludio de su razonamiento sobre la naturaleza de lo memorial, el que justifica la relación de los distintos valores que pueden coexistir en la recepción de la obra.
Una visión global de la cultura deshace las jerarquías en la consideración de los bienes culturales; no más artes menores o mayores, porque toda obra humana es ya memoria, y su valor histórico es el que es más amplio. Se llama histórico a todo lo que ha sido y ya no existe, un valor necesariamente segregado de lo artístico, en cuanto éste sólo se justifica de una “voluntad de arte” contemporánea.
No es ese valor de "artisticidad" el que puede justificar de manera prioritaria la tutela de lo memorial. La deteriorada casa de la calle Peironcely exige su protección patrimonial desde el valor de la memoria. Una memoria ligada, ya de manera definitiva, a una imagen y a la demanda social.
Juan Miguel Hernández León es vocal del Consejo Regional de Patrimonio de la Comunidad de Madrid.
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