Los dichosos días que no pasan a la historia
Los habitantes de Barcelona respiran aliviados tras tantas jornadas extenuantes
Después de tantos días históricos, un día tan normal resultó un día muy raro. En la ronda de Sant Pere, los cuatro bancos de madera que rodean la estatua de Rafael Casanova, máxima autoridad de Barcelona durante el sitio de 1714, estaban ocupados. Tres de ellos por vagabundos —un señor mayor que leía un cuento de Mark Twain, una anciana y un joven— y el cuarto por Jordi V. F., un prejubilado que escogió una palabra muy precisa para describir su estado de ánimo: “Aliviado”. Dice Jordi que, durante los últimos meses, amigos muy queridos y familiares muy cercanos han vivido atrapados por una especie de encantamiento.
“Vivían convencidos de que llegaría una república que solucionaría todos sus problemas”, explica Jordi F. V., de padre catalán y madre de La Rioja, “hoy se han despertado sin república y con los mismos problemas. Será duro para ellos, pero los demás podremos volver a respirar”. Bajo la estatua de Rafael Casanova solo quedan una rosa mustia y tres claveles marchitos. Jordi se fuma un cigarro y explica que el proceso secesionista ha servido, al menos, para que muchos ciudadanos que, como él, se sienten catalanes y también españoles se hayan atrevido a salir a la calle dejando por primera vez de lado sus diatribas partidarias. “Durante muchos años”, explica, “hemos vivido con el complejo de que te acusen de no ser catalán porque no piensas como ellos. Yo lo he soportado porque yo y mi padre y mi abuelo nacimos aquí y nadie me va a decir lo que soy o lo que no soy, pero aún no entiendo cómo lo ha soportado la gente que ha venido a trabajar aquí y a la que siempre han mirado por encima del hombro, con ese sentimiento de superioridad que, si escarbas un poco, te encuentras detrás del independentismo”.
A Jordi le sigue sorprendiendo el encantamiento —“una especie de estado de hipnosis”— bajo el que viven personas aparentemente normales que han aceptado el cuento de la república idílica. “Mira”, explica, “estamos tratando de poner el ascensor en la casa de mi familia, porque ahora hay una subvención y te dan el 50% de lo que inviertas. Pues resulta que el otro día, mi primo, que es muy independista, nos dijo: ‘Yo estoy seguro de que con la república nos darían el 100%. ¡Y no lo decía de broma! ¡Lo malo es que se lo creía!”. Jordi recuerda que hasta los máximos responsables deportivos de la Generalitat se han encargado de meterle a la gente la idea de que, si algún día se lograse la independencia y el Estado español decidiese excluir a los clubes catalanes de la Liga, el Barça podría elegir la liga que quisiera. “Nunca hubo una locura tan compartida”.
Frente al Arco del Triunfo, no muy lejos de la de Rafael Casanova, está la estatua de Lluís Companys, presidente de la Generalitat en dos periodos desde 1933 hasta su ejecución en 1940. A pocos metros, dos furgones de los Mossos vigilan la entrada de la 37ª Muestra de Vinos y Cavas catalanes. Los visitantes van y vienen entre las casetas con copas en la mano. Se han traído de casa la comida —queso, jamón, tortilla de patatas, filetes empanados— y la han colocado sobre barriles. Uno de los expositores, perteneciente a una conocida firma de vinos, asegura que la gente ya tenía ganas de una tregua y que, por lo que él ha ido oyendo aquí y allá, “solo los más furibundos intentarán seguir manteniendo viva la llama de un proceso que ya no tiene recorrido”. Y añade: “Yo soy nacionalista, pero no quiero engañarlo: todo esto es cuestión de dinero y al final se arreglará con dinero. Pero en la política faltan comerciales, gente acostumbrada a negociar, a ceder, a llegar a acuerdos. Tenemos unos políticos lamentables, los de aquí y los de allí, que nos han llevado a esta situación”.
—Por cierto, ¿hay alguna manifestación prevista para hoy?
—No, gracias a Dios, hoy todo está tranquilo. Esta tarde será una gran tarde de ventas. Ya era hora.
—¿Sabe dónde está la estatua del president Companys?
—Pues mire, ahora no caigo...
En la esquina de la calle Trafalgar y el paseo de Lluís Companys, el senegalés Elhadjy regenta un negocio de alquiler de bicicletas. O más exactamente, un mal negocio de alquiler de bicicletas desde que el desafío secesionista bajó a las calles y asustó a los turistas. “Antes”, ese antes tan reciente y que a la vez parece tan lejano, “los sábados por la mañana alquilábamos unas 30 o 40. Hoy, a pesar de que hace buen tiempo, solo hemos alquilado cuatro”. Elhadjy no habla de cuestiones políticas, pero sí tiene dos cosas claras. Que el turismo seguirá bajando —“yo creo que hasta que no pasen las elecciones la situación seguirá de mal en peor”— y que los catalanes están poniendo en riesgo un bienestar por el que en otros lugares se llega a apostar la vida. “Yo llegué a España en 2006, con solo 15 años, a bordo de una barcaza que desembarcó en Tenerife con un centenar de personas a bordo. Pasé mucho miedo, fue muy duro, pero al menos llegamos vivos. Un amigo mío de la selección cadete de fútbol murió al llegar a Italia. Había bebido demasiada agua de mar y su cuerpo no lo aguantó”. El joven senegalés busca en su teléfono móvil una fotografía del atestado que la policía abrió a su llegada. “Sí, aquí está, en aquel barco tan viejo viajamos 107”, confirma con una sonrisa, “y hasta el año pasado no conseguí la documentación y el dinero para visitar a mi familia en Senegal. Mi país ha avanzado mucho, pero no se puede comparar con esto. Yo no quiero hacer el camino de regreso... Qué pena todo”. La tercera estatua está en la plaza de Cataluña. A Francesc Macià, president de la Generalitat entre abril de 1931 y diciembre de 1933, lo han colocado bajo una gran escalera invertida, una especie de laberinto sin salida como el de Carles Puigdemont. Como si también quisiera sumarse a la dicha de los días sin historia —“Quizá, quizá tienen razón los días laborables”, escribió Jaime Gil de Biedma—, el ya expresidente sin gloria grabó un mensaje de tres minutos y se fue de cañas por Girona. Mientras, algunos de sus fieles deambulaban por la plaza de Sant Jaume repartiendo entre los corresponsales extranjeros —desconcertados ante tanta normalidad imprevista— la monserga victimista. Pilar M., una barcelonesa de 70 años, explicaba a una joven reportera estadounidense que durante décadas el catalán estuvo perseguido y había que hablarlo en la clandestinidad.
—Solo ahora que hay libertad lo podemos hablar.
—Pero no me decía que no hay libertad...
—Bueno, relativamente.
Junto a la estatua de Rafael Casanova, Juan Chacón sigue leyendo el cuento La célebre rana saltarina del distrito de Calaveras, de Mark Twain. Tiene 65 años, hermanos e hijos, pero desde hace años vive en la calle porque cree que unos espías malvados lo persiguen. Se trata de una locura propia, pacífica.
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