Anatomía de una secesión
Cuanto más se equipara un proceso político a una revolución, más se alimenta la reacción
Entra en el terreno de lo enjuiciable que la intervención de la fuerza pública el pasado día 1 fuese desacertada en algunos momentos pero, si se olvida que en el origen de todo está la ilegalidad propugnada por Carles Puigdemont, la confusión entre efectos y causas seguirá alterando gravemente la vida pública de Cataluña, ya en las antípodas de la racionalidad política. Como Lluís Companys —a quien se lo tuvo que recordar Francesc Pujols a inicio de julio de 1936—, Puigdemont sigue desconociendo que toda acción provoca una reacción. Evidentemente, este momento histórico no es equiparable a 1934 ni a 1936. Aún así, lo es el comportamiento tan primitivo de Puigdemont, ajeno a lo requerido para la gestión de las sociedades complejas. Ha simplificado el conflicto en términos tribales, dramatiza lo accidental y trivializa lo sustancial, en beneficio de un absolutismo de la secesión. Paralelamente, pasará a la historia la magna contribución de Oriol Junqueras proponiendo la mediación del Vaticano, inspirado sin duda por el arbitraje papal en el reparto del territorio americano entre España y Portugal, en el siglo XV.
En el caso de entidades como el Banco de Sabadell, su traslado de sede corporativa denota la inquietud ante la perspectiva de una Cataluña independiente y más allá de los perímetros de la Unión Europea. Para quienes hace años advertían que una Cataluña desvinculada de toda España no podría ser siendo parte de la Unión Europea da poco placer recordar que durante un largo período los secesionistas sostuvieron con gran autosuficiencia jurídica e incluso moral que eso era una manipulación porque la Unión Europea no iba a asumirlo así, ni Angela Merkel lo consentiría. Europa —se decía— no podía prescindir de Cataluña. Ese forcejeo argumental duró unos años hasta que el secesionismo tuvo que aceptar la evidencia, cuando ya lo entendía la mayoría de los ciudadanos al preguntar las encuestas acerca de la preferencia por una Cataluña desconectada de la Unión Europea, en la cola de espera de aspirantes a la integración previo reconocimiento por las Naciones Unidas, un proceso en el que los vetos estaban garantizados. Por si todavía faltaba algún dato, ahora las entidades bancarias de Cataluña dejan sus sedes corporativas en Cataluña y las trasladan a otros puntos de España para, en caso de declaración unilateral de independencia, seguir rigiéndose en el espacio del Banco Central Europeo. Salvo que haya una clara marcha atrás en el tumulto anunciado de una DUI, el alejamiento corporativo y fiscal de bancos y grandes empresas no cesará.
Toda acción provoca una reacción, sobre todo cuando implica una ruptura de tanta envergadura. Cuanto más se equipara un proceso político a una revolución, más se alimenta la reacción. Puede estar ocurriendo en Cataluña desde el momento en que Carles Puigdemont, de la mano de la CUP, ha puesto en peligro la estabilidad general, imponiendo erupciones de desorden público que cada vez se pretende atribuir totalmente a causas exógenas cuando en no pocas ocasiones son provocaciones de la ANC o del Òmnium Cultural, en emulación de los métodos de la “kale borroka”. Ignorar la capacidad reactiva de los amplios sectores sociales reacios a dejar de ser parte de España, opuestos al emplazamiento ilegal de la Generalitat o recelosos del desorden público va a ser uno de los grandes desatinos de Puigdemont. Su insurrección es arcaica, ilegal, irresponsable y carece de sustrato social suficiente. En el siglo XIX, los generales -liberales, en su mayoría— impulsaban los cambios de régimen o los recambios constitucionales dando el grito, como se decía. Así batallones y guarniciones se sumaban a la llamada y Cataluña, como toda España, iba agregando inestabilidades y confrontación civil, a veces guerras. Puigdemont ha dado el grito sin contar ni con la integralidad del cuerpo de Mossos d'Esquadra, sin claros apoyos sociales mayoritarios y ni tan siquiera con su propio partido, internamente agitadísimo y dividido por un futuro con o sin DUI. En algún momento habrá creído contar con la calle, pero las manifestaciones son indicios, no conclusiones. Cientos de miles de ciudadanos se abstuvieron de la dramaturgia indefinible del domingo pasado y no es desproporcionado pensar que a otros tantos les aturde circular con su coche y que unas docenas de estudiantes corten el tráfico, porque la calle es de todos y el derecho a manifestarse requiere de sus formalidades. La inestabilidad sin ley daña las sociedades plurales. Así no, señor Puigdemont.
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