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Un día para la revolución juvenil

El cierre de institutos y universidades permite que miles de estudiantes tomen las calles de Barcelona durante la jornada de protestas

Cristian Segura
Protesta d'estudiants aquest dimarts a Barcelona.
Protesta d'estudiants aquest dimarts a Barcelona.Samuel Sánchez

Miles de adolescentes y universitarios tomaron ayer las calles de Barcelona en un ambiente de euforia revolucionaria. Los adultos también se sumaron en algún momento a las diferentes marchas organizadas durante la jornada de huelga, pero con las escuelas y las universidades cerradas los jóvenes de la ciudad tenían todo el tiempo para pulular de movilización en movilización entre la fiesta y el cabreo.

Grupos de amigos, menores y sobre todo veinteañeros desfilaban desbordantes de energía y ansiosos de emociones. Recorrían las principales arterias de Barcelona en una curiosa mezcla, organizados por su cuenta o bajo el paraguas de organizaciones políticas y sindicales. El hecho de que el metro, los autobuses y los ferrocarriles de la Generalitat no funcionaran entre las 9.30 de la mañana y las cinco de la tarde forzó que estos manifestantes se desplazaran a pie por la ciudad, generando un collage entre excursión escolar y mayo del 68.

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Las melés de jóvenes interrumpían espontáneamente el tráfico de calles como la avenida Diagonal y desfilaban con los cánticos habituales de los últimos días, siendo el hit del mundo antisistema “el carrer serà sempre nostre” el más repetido, incluso por parte de chicos y chicas de casa bien procedentes de Sant Gervasi que cruzaban el Turó Park en dirección a la sede del Partido Popular. El punto caliente en la zona alta eran las oficinas catalanas del PP. 3.000 personas se concentración allí para expresar su descontento con la policía o para increpar a periodistas de medios de comunicación que intentaban entrevistar a miembros del cuerpo de bomberos que allí se manifestaban. En los barrios más acomodados el seguimiento de la huelga era dispar y los revolucionarios en la sede del PP pudieron tomarse una caña en la terraza de un clásico como el bar Piper’s, aunque probablemente no cuenten como clienta en el futuro con la concejal de la CUP en Tarragona Laia Estrada, que aseguró en Twitter que tomaba nota “de los bares, restaurantes y comercios que se implican en la denuncia de la represión y se sitúan al lado del pueblo, y de los que no”.

En el distrito de Gràcia parecía domingo y solo abrieron los restaurantes libaneses, italianos y los comercios regentados por pakistaníes. Numerosas personas con esteladas y estandartes de la ANC o de Òmnium se agolpaban en estos establecimientos para recuperar energías después de tanto andar y vociferar.

‘Esteladas’ a cinco euros

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En el Eixample y en Ciutat Vella, las tiendas de chinos exponían a pie de calle su surtido de banderas. El matrimonio que regentaba el bazar El Dorado, en la ronda de Sant Pere frente al monumento a Rafael de Casanova, no daba abasto de las personas que se detenían para adquirir los complementos ideales para el uniforme rebelde. Las esteladas eran el producto más solicitado y costaban cinco euros, el mismo precio que las rojigualdas que también tenían en el escaparate. Las castañuelas y los abanicos toreros quedaron aparcados en la selección favorita de los turistas: cuatro californianos compraron las esteladas de El Dorado y, poniéndoselas a modo de capa, como marca la etiqueta indepe, se hicieron un selfie con las masas de fondo que se dirigían hacia la protesta en Via Laietana. Allí también había vendedores ambulantes entre los manifestantes que cargaban las banderas en mochilas y que se mostraban más dispuestos al regateo.

La estatua a Casanova parecía contemplar el trasiego de patriotas. Nadie se detenía a honrar la memoria del héroe de 1714, entre otras cosas porque muchos de los que andaban por la ronda de Sant Pere eran jóvenes que nunca han asistido a las ofrendas florales del 11 de septiembre. Las Diadas de las nuevas generaciones de independentistas son masivas, coreografiadas y excitantes, como pasar de jugar con la Game Boy a la Play Station 4, pero en la vida real.

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Sobre la firma

Cristian Segura
Escribe en EL PAÍS desde 2014. Licenciado en Periodismo y diplomado en Filosofía, ha ejercido su profesión desde 1998. Fue corresponsal del diario Avui en Berlín y posteriormente en Pekín. Es autor de tres libros de no ficción y de dos novelas. En 2011 recibió el premio Josep Pla de narrativa.

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