Catalanismo, nacionalismo, y Jaume Balmes
El nacionalismo está condenado a repetir torpes épicas pasadas y a confundir problemas con agravios
En 1835 un cura de 35 años, Jaume Balmes, trató de imaginar una transacción monárquica entre carlistas y liberales conservadores, bajo la tutela evidente de un catolicismo que lo impregnaba todo. El propósito era claro. Derrotado militarmente y culturalmente el carlismo, aquella alianza propiciada por el vicense era una manera de retrasar y aguar los aspectos más agresivos del liberalismo como fórmula política. En otras palabras: preservar el mundo de la Iglesia en la sociedad industrial en ascenso. La matanza de frailes de Madrid y la quema de los conventos en Barcelona y Cataluña en verano de 1835, el momento de eclosión de la revolución liberal, estaban muy presentes sin duda en la reflexión de Balmes. El proyecto de transacción fracasó por completo. Estaba muy por encima de sus posibilidades y de las intenciones de unos y otros. Él mismo llegó a sus consecuencias. En vísperas de las revoluciones de 1848 en Europa y a las puertas de su muerte con 38 años, dejó un texto inédito en el cual advertía a los católicos y a una burguesía que reclamaba represión, que la industria, el socialismo y el liberalismo eran el mundo del futuro. Si de verdad tenían convicciones sólidas, no era necesario asustarse. Había que ver el mundo de cara, si no, para llorar, los rincones, les decía. Incomprendido en vida, Barcelona le dedicó la calle más larga y central de la ciudad, aquella que une el mar y la montaña, el mundo y el país que Barcelona tiene detrás y guía desde tiempos inmemoriales.
El mérito de Jaume Balmes descansaba en la capacidad de observar la realidad de cara y con una distancia suficiente, desde dentro pero sin ceder a la parcialidad. Dicho esto, vamos pues a los acontecimientos de ayer, aquello que muestran en un devenir de larga duración, la trama que une momentos y generaciones. Qué nos muestran las escenas de ayer. Para mí, muestran sobre todo la vigencia del paradigma catalán de casi todo el siglo pasado. Lo resumiría así: la enorme fuerza, continuamente renovada del catalanismo y, a su vez, la inepcia igualmente persistente del nacionalismo catalán. Levantemos la mirada y observémoslo. El catalanismo remite a cuestiones de lengua, cultura, identidad y percepción de formar parte de una sociedad particular, de un grupo, de una tribu (que diría Josep Pla tras haber leído o hablado con Jaume Vicens). Una entidad de tal alcance no está hecha de una sola pieza ni conduce a un solo destino, si lo hiciera perdería la fuerza que muestra y ha mostrado durante décadas. En efecto, la potencia de este fundamento de identidad es indiscutible y ha resultado indestructible para dos dictaduras forjadas sobre el cemento armado del nacionalismo español. No es necesario hacer apelaciones a un esencialismo fuera de lugar. El catalanismo ha cambiado y cambia con la transformación social. Nada garantiza su pervivencia, como en todo fenómeno social de otro lado. Además, y contra aquello que se suele argumentar, el catalanismo no es resultado del nacionalismo; lo precede y sobrevivirá a él. La idea de autogobierno lo encaja bastante bien, a condición de que este sea veraz y respetado.
El nacionalismo —llamadlo ahora independentismo o soberanismo, da lo mismo— es la extrapolación de la cultura del catalanismo a una política que lo quiere abrazar todo. Una tarea imposible, porque Cataluña es una sociedad escindida como cualquier otra. Pretende remitir problemas a agravios y conflictos a traiciones o falta de conciencia, y disolverlo todo a una política que anula a todas las otras. Y fracasa siempre y lo hace sistemáticamente. Como sucedería incluso si la operación que estos días estamos presenciando desembocara allí donde sus impulsores la quieren conducir. El catalanismo será sin duda el fundamento de cualquier programa de futuro; el nacionalismo en cualquiera de sus fórmulas está condenado a repetir torpes épicas pasadas, a confundir problemas con agravios y a desorientar el sentido de fraternidad humana que para nada es contradictorio con la defensa de la cultura del catalanismo y los intereses de las generaciones actuales y futuras. Una consideración final, si todavía sabemos leer entre tantas emociones, muchos de los argumentos que acabamos de exponer valen para otros contextos, próximos y lejanos. Y, si no, para llorar, los rincones.
Josep M. Fradera es catedrático de Historia de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
*Traducido del catalán
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.