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El quicio de la Puerta

El autor reconforta su dolor por el terremoto de México con la solidaridad española con las víctimas

J. F. H.

Los mexicanos llevan tatuada en la piel una noción como salvavidas para el último instante: en caso de temblor, abraza el quicio o pilar de la puerta más cercana. La guadalupana fe que se balbucea en taquicardia, el oleaje oscilatorio del mundo entero y la trepidación destructora que pone en evidencia no sólo la fuerza de la naturaleza, sino también la deshonestidad de muchos constructores sólo deja esos segundos en que nos asimos al quicio de una puerta con la esperanza de flotar en medio del hundimiento cíclico y constante de la ciudad más grande del mundo que boga sobre dos inmensos lagos invisibles desde siglos y al pie de gigantescos volcanes nevados que no dejan de humear sus quebrantos. En el diario torrente del agua de azar con el que se escribe la historia de México una línea de sus páginas de pronto se desquicia y convierte en rayones de un sismógrafo: al cumplirse exactamente treinta y dos años del terrible terremoto de 1985, otro sismo de muerte y polvo volvió a sacudir el alma de una ciudad que parece país y un país que visto desde la luna parece una media sonrisa.

Ese personajillo que se abraza ahora en el quicio de la Puerta de Alcalá cree sentir un mareo en medio de un marasmo que –en realidad—le queda muy lejos. Él sólo quiere abrazar a todos los mexicanos que le quedan siempre muy cerca y a todos los españoles que jamás se han alejado: los que lloran con mirar en el telediario las angustias dolorosas de unas manos agrietadas en Oaxaca, la mirada vidriosa mas no cansada de miles de jóvenes que han tomado las calles de la Ciudad de México para llevar agua entre las manos incluso bajo un diluvio de lluvia inesperada o el silencio de adobe y llanto con el que unos niños recorren lo que fueron sus casas en Atlixco o los perros que aúllan perdidos en la noche o los perros que rastrean sobrevivientes al lado de los héroes que son topos que confirman que hay murmullos abrazados a lo que fueron quicios.

La solidaridad trasatlántica de España en todas las pasadas desgracias confirma que el mareo madrileño de hoy mismo no se debe a lo telúrico, sino a los muchos españoles que palpitan ahora por ayudar y admirar a México, un pueblo cuyo paisaje no merece ninguna de las desgracias que la sangran. Hace treinta y dos años llegaban cajas con mantas y medicinas que volaban desde España y en todos los cartones había anónimos mensajes de aliento escritos con bolígrafos al vuelo; hoy son millones de guasaps y correos electrónicos y tuits y esemeses que preguntan por afectos o realizan donativos como alivio… al amparo de la Puerta de Alcalá.

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