Dejadme escribir sobre lo que importa
Lo único que espero es que los patriotas de una y otra orilla y los intérpretes más sanguinarios del Corán me dejen hablar de aquel lejano Blanes que conocí
Hoy no tenía pensado escribir sobre La Rambla de Barcelona. Todavía no estoy muy seguro de que sea moralmente legítimo que lo haga. Tenía, en principio, pensado escribir sobre Blanes. No del Blanes de Roberto Bolaño, que ese es solo suyo. Sino de otro anterior, breve e intenso que viví en los primeros años setenta. Precisamente la semana pasada comencé a leer la novela de la escritora Tina Vallès, La memòria de l’arbre. En el pórtico de la misma pone la autora como epígrafe una cita del escritor portugués Gonçalo M. Tavares que me hizo pensar y que reza así: “Dejemos, pues, que los patriotas exaltados preparen guerras, tratados, nuestra lápida y sus estatuas, y hablemos de lo importante: mi abuelo”. Es verdad, no siempre podemos hablar de lo importante, siempre hay alguien que viene a aguarnos esta vida que tanto necesitamos que sea una fiesta. Cuando no son los patriotas de turno, son los fanáticos representantes de una secta islamista que no sé si a Mahoma le hubiera hecho mucha gracia que existiera. No pensaba hablar de mis abuelos, aunque de haberlo querido habría tenido que inventármelos dado los nulos datos que tengo de sus existencias. Así que estoy forzosamente obligado, por razones obvias, a hablar del primer pavimento que pisé cuando en abril de 1970, a las 21.00 aproximadamente, salí de mi pensión y enfilé un bulevar del que nunca había oído hablar que existiera. Desconocía tanto su existencia como su nombre. Me di de bruces con él y bajé hasta el puerto.
Han pasado muchas cosas desde entonces. Los últimos años del franquismo, la Transición, el intento de golpe de Estado de 1981, el Pujolismo, los Juegos Olímpicos, la crisis del 93, el cambio de la peseta por el euro, el tripartito, la impugnación del Estatuto de Cataluña del 2010, la crisis sistémica del 2008, el movimiento 15 M, la aparición de dos nuevos partidos antagónicos (C’s y Podemos), la caída en picado del PSC y el progresivo asentamiento del independentismo cristalizado en el llamado proceso. He sido testigo de todos estos acontecimientos históricos. Pero solo alrededor del antifranquismo y toda la década de los ochenta y los primeros años de los noventa, tuve la sensación de que la historia de Cataluña y de España, en Cataluña, la compartíamos fundamentalmente en La Rambla. Claro que entonces éramos todos más jóvenes. La Rambla era un lugar de encuentro. Te cruzabas con amigos y conocidos. Para mí fue lo más parecido a la calle Corrientes de Buenos Aires de la década de los sesenta. Comprabas prensa, libros. No salías de allí hasta que los barrenderos despejaban las aceras con sus potentes y casi temibles chorros de agua. Puede que también aquí se fraguaran los primeros noviazgos fugaces (entonces a las novias o novios había que presentarlos como amigas o amigos, no fueran que te consideraran un burgués). Las tertulias en el café de La Ópera o en aquel antiguo cafecito con altillo que estaba en Sant Pau haciendo esquina con La Rambla, a muy pocos pasos de donde la furgoneta asesina el jueves pasado segó tantas vidas. Para mí La Rambla fue el lugar de mi bautismo barcelonés. Fue donde leí mi primer artículo impreso a las tres de la madrugada, esa hora que decía Louis Aragon, en un célebre poema, que era la mejor hora en los Champs Élysées. No sigo más. No creo que sea ahora mismo estéticamente lícito seguir hablando de La Rambla, por lo menos no con ese tonillo elegíaco a que pareciera obligarnos los recientes trágicos sucesos.
Pero sí quiero decir, antes de terminar, que hace mucho que no me cruzo con los que veía hace veinte años. Ni con ellos ni con sus hijos. No veo a políticos, escritores, actores, pasearse. Me parecen demasiadas ausencias en un lugar tan sagrado y universal. No hace más de dos semanas que un antiguo conocido me dijo que él ya hace mucho tiempo que no baja a La Rambla. “Muchos turistas, no se puede dar ni un paso”. En junio, a pocos metros del atentado, leí con mis perplejos ojos un eslogan terrible: “Vosotros los turistas sois los verdaderos terroristas”. Estoy seguro de que quien escribió eso ya debe estar absolutamente arrepentido.
Ahora leo todavía más perplejo artículos cantando las delicias de La Rambla. Leí uno hace unos días, donde su autor logra una mezcla de letanía y texto de iniciación. Ahora lo único que espero es que los patriotas de una y otra orilla y los intérpretes más sanguinarios del Corán, me dejen hablar de lo que realmente me importa. Aquel lejano Blanes que conocí.
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.
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