Adiós a Joaquim Molins, el catalanista burgués y amable
Consejero de la Generalitat, portavoz en el Congreso, afín a Roca, adoraba la ópera; fue enérgico, sin gastar jamás un mal ademán
Aunque muchos lo sentimos, y mucho, y es duro decirlo, Joaquim Molins i Amat acertó al morirse. Fue este jueves, a los 72 años.
En realidad empezó a despedirse hace bastante tiempo. Cuando renunció, hace nueve meses, a la presidencia del Patronato del Liceu. También acertó entonces, porque debía ocuparse de un reto —insidioso— que le absorbía sus energías menguantes: la lucha, dura y elegante, contra el cáncer.
El adiós de Quim —poco después del que acaba de entonar, casi centenario, su legendario tío Casimiro, en Miro, el patriarca de la archiconocida familia cementera— viene a coincidir simbólicamente con la evanescencia del mundo que tan bien encarnó. El mundo declinante de la burguesía cosmopolita incorporado al catalanismo moderado, del que discretamente se desengancharía después, al diluirse este por derroteros radicales.
Molins se subió a ese tren desde un preciso tono vital barcelonés, urbanita, dialogante, irónico, vitalista, tan heredero de Montaigne —porque hay “una cierta forma de hacer las cosas”— como de Vicens Vives. Que se lo ilustró a los restos liberales de un empresariado periférico desconcertado, tan vencedor socialmente como derrotado culturalmente.
Hijo académico del IESE, probó fortuna ejecutiva en algún negocio financiero pronto fracasado (Renta Catalana). Retoño de los círculos más vocacionalmente públicos del europeísta Círculo de Economía como su hermano Joan, mientras este se concentró en la industria, él se lanzó al compromiso político en el Centre Català, luego coligado con otros grupos moderantistas (entre ellos, la UCD local).
Acabó desembocando en la Convergència que aunaba entonces el comarcalismo genético del pujolismo con el liberalismo actualizado de Miquel Roca. Y por ósmosis sintonizó con este.
Al correr los años, le reemplazaría como portavoz parlamentario en el Congreso (1995), cuando Roca se presentó como alcaldable barcelonés frente a Pasqual Maragall. El desafío de sustituir a uno de los padres de la Constitución, y eficaz parlamentario, era de empaque. Molins dejó buen rastro.
Pasó antes por el Gobierno de la Generalitat, primero como consejero de Comercio y Turismo (1986-1988) y después de Política Territorial y Obras públicas (1988-1993).
Aunque de amabilidad extrema (nadie guarda de él un mal recuerdo, lo que es de nota en este áspero país), supo ser enérgico al defender un Plan de Residuos (industriales) que levantó polvareda en el territori y debió esperar posterior reválida.
Pero nunca se le conoció un mal ademán. Ni siquiera cuando la superiora de la congregación prohibía —era la era de, digamos, la naftalina— la asistencia a la cena de Navidad del Govern a las parejas de los consellers divorciados: Isabel Ustáriz ¡que lección de modos regalaste!
En 1999 dejó el Congreso para presentarse como candidato de su partido a la alcaldía de Barcelona, que perdió ante Joan Clos. Aumentaba la nómina de notables catalanistas que se estrellaron con el entonces dique socialista municipal, como Ramon Trias Fargas, Josep Maria Cullell o el propio Roca. Y que sembró el dicho según el cual cualquier jefe de la oposición de la capital catalana serviría de magníffico alcalde para Madrid.
Al cabo de un par de años abandonó la vida política activa —en paralelo a la senda de Roca—, y volvió al sector privado. Estuvo, entre otros, en el consejo de Túnels del Cadí, una iniciativa que su abuelo (nacido en Pallejà, en la cuenca del Llobregat) había soñado antes de la guerra. Y que bajo la dirección de Eusebio Díaz-Morera se convirtió en la primera gran obra pública española acabada según el calendario y el presupuesto previstos.
Y mantuvo una discreta pero constante presencia pública, sobre todo en debates audiovisuales, cuando estos no eran tan enconados, previsibles y de monorraíl como ahora. En la tertulia que ágilmente mantenía Elisenda Roca en Betevé, dio lo mejor de sí mismo, defendiendo sus convicciones pero aceptando las rivales como enriquecimiento propio.
El último cargo de su trayectoria fue el encargo de sortear las dificultades de la ópera barcelonesa. Como presidente del patronato plurinstitucional del Liceu supo navegar entre una gerencia muy gerencialista, una plantilla inquieta y unas administraciones crecientemente rácanas. Completó la colaboración con otros cosos y mantuvo el equilibrio de la casa, entre innovación y tradición.
Y es que adoraba la ópera. Y qué bien sabía y afinaba tantas arias. Y cómo te las regalaba, incluso en las pausas publicitarias de un debate: Addio, dolce svegliare alla mattina. Adéu, Quim.
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