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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Radicalizaciones

Llama fuertemente la atención la invisibilidad de otro proceso de radicalización: el que han experimentado, el que están experimentando buena parte de la opinión publicada y del discurso político de ámbito estatal

En el relato que el grueso de los medios de comunicación, de los opinadores y también de los actores políticos españoles están haciendo del proceso independentista catalán existe un concepto que, a fuerza de repetirlo, se ha convertido para quienes lo utilizan en el deus ex machina, en la gran clave narrativa del así llamado “desafío secesionista”. Tal concepto es el de radicalización.

El nacionalismo catalán, tradicionalmente mesocrático, biempensante, moderado y juicioso, se radicalizó de repente, lo de menos es averiguar por qué razones. Su buque insignia, Convergència Democràtica, adoptó una deriva radical (aquí, las explicaciones causales oscilan entre la simple locura, el afán de tapar con la estelada las vergüenzas de su corrupción, los delirios de grandeza de Mas, etcétera). De este modo, aquel movimiento político centrado y business friendly se ha visto abducido y arrastrado por los radicales, peligrosos individuos que primero fueron las gentes de Esquerra Republicana y luego, cuando se ha querido presentar a Junqueras como la alternativa pragmática a Puigdemont, son las chicas y los chicos de la CUP. “La CUP gobierna Cataluña”, claman con impostado horror algunos titulares. Lo sentenció el otro día la vicepresidenta Sáez de Santamaría refiriéndose a los independentistas: cada vez son menos, y más radicales.

Puede que sí, o puede que no. En todo caso, lo que llama fuertemente la atención es la invisibilidad de otro proceso de radicalización: el que han experimentado, el que están experimentando buena parte de la opinión publicada y del discurso político de ámbito estatal con respecto a las reivindicaciones de la mayoría parlamentaria en Cataluña. Una radicalización tan aguda, tan espectacular —aunque, paradójicamente, no parezca suscitar la atención ni la alarma de nadie— que ha desbordado hace tiempo las posiciones en la materia del PP (¡del PP!) y deja al Gobierno de Mariano Rajoy como a una tropilla de timoratos, condescendientes y acomplejados.

Y no, no estoy pensando en la FAES, ni en José María Aznar, ni en las webs de la extrema derecha clásica, ni en el columnismo más cavernario. Pondré unos pocos ejemplos, en teoría bien alejados de tales latitudes. Uno de ellos podría ser Victoria Prego, que años atrás aparecía como la aguda y prestigiosa cronista de la Transición, que a día de hoy preside —nada menos— la Asociación de la Prensa de Madrid...; alguien a quien nadie tacharía de ultra. Sin embargo, la señora Prego —que ya había mostrado frente al nacionalismo catalán una beligerancia feroz desde bastante antes de 2012— no tiene empacho en revestirse de fiscal amateur y sugerir que se aplique al presidente Puigdemont el artículo 54 del Código Penal como reo de un delito de sedición, que se castiga con penas de 10 a 15 años de prisión... Y nadie entre sus colegas osa decirle que tal vez la deontología periodística no pase por proponer procesamientos ni amenazar con la cárcel a políticos democráticamente elegidos.

¿Y qué decir de Alfonso Guerra? Sí, de acuerdo: desde 1990-91 la credibilidad del hasta entonces vicepresidente del Gobierno quedó muy mermada. Pero su partido siguió garantizándole un escaño en el Congreso durante un cuarto de siglo más, hasta enero de 2015; y algún prestigio, algún capital político entre los suyos debe de conservar, cuando fue uno de los valedores históricos de Susana Díaz en las recientes primarias del PSOE.

Pues bien, el machadiano Alfonso Guerra, el que alzaba el puño y entonaba La Internacional cada año en la fiesta minera de Rodiezmo para acreditar su genuino izquierdismo, el todavía presidente de la Fundación Pablo Iglesias, no se explica cómo el Gobierno del PP no ha aplicado ya el artículo 155 de la Constitución para frenar “los excesos de los secesionistas”, y acusa al Ejecutivo de “parálisis ante la manifiesta rebeldía” de la Generalitat. ¡Ay, si Largo Caballero e Indalecio Prieto levantasen la cabeza!

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Pero, según el discurso dominante en España, Victoria Prego o Alfonso Guerra son unos prudentes constitucionalistas que luchan contra la banda de radicales agazapados en las instituciones catalanas. En cambio, Pedro Sánchez es otro radical y extremista peligrosísimo, el irresponsable que ha arrastrado al PSOE a abrazar la idea deletérea de una España plurinacional... Por eso el portavoz del PP, Pablo Casado, recomienda al líder del PSOE “escuchar más a Guerra y menos a Puigdemont”; o sea, atender al moderado y alejarse del radical. ¡Con qué admirable precisión encajan todas las piezas!

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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