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El artista analógico

Loquillo sometió a su público en el Sant Jordi Club

Loquillo en un momento de su actuación en el Sant Jordi Club.
Loquillo en un momento de su actuación en el Sant Jordi Club.joan sánchez

En términos de éxito y pervivencia en popularidad es el único que queda en pie de su generación. Y era el que cantaba mal, el que no componía, el que era un fanfarrón sin talento. Menos mal. Como un tótem generacional, Loquillo volvió a Barcelona para repetir en su ciudad que a él nadie le tose, que se halla en un momento muy dulce de su dilatada carrera y que parece haber logrado el equilibrio en todas las facetas, encima de disponer de una banda que es un trueno y que funciona como un solo músico. Es Loquillo un artista pre digital, un hombre de otra época que se rige por códigos antiguos que sirven de referencia a su público, vitalmente extraviado en un mundo digital en el que a duras penas entiende a su propio móvil. Junto a un personaje construido día a día a base de conceptos claros, un puñado de canciones inmarchitables y una planta varonil inspirada en la vieja escuela de hombres, imagen escueta, sin excesivo aderezo y regusto clásico, el Loco ha conseguido convertirse en un paradigma. Y ahí sigue.

El concierto comenzó tranquilo, sin aspavientos, con temas de su último disco, pero solo hizo falta que Loquillo compusiese la primera estampa de la noche, la barra del pie de micro sobre los hombros como si fuese un Winchester, manos colgadas a ambos extremos de la misma, de espaldas a la multitud en El mundo necesita hombres objeto, para que fraguase la identificación entre estrella, altiva, allá arriba, orgullosa de sí misma, sudando seguridad, y su público, rendido ante un hombre “de verdad” salido de un capítulo de los Soprano, persona de fidelidades, con memoria para los agravios y de pocas tonterías. Y de consignas, frases como puñetazos “ni un paso atrás”, “la España que perdimos”, “también me emborracho y lloro cuando tengo depresión”, “no vine aquí a hacer amigos” que funcionan como pegamento empático del artista que se define como feo, fuerte y formal y cuya estampa reclama imperativamente la mirada.

Dado que estaba en su casa, hubo también momento para recordar y reivindicar al fallecido Alfredo Calonge, personaje sin par del ambiente mod de los ochenta, cuyo compañero en Los Negativos y hoy promotor de conciertos, Robert Grima, salió a tocar en la versión de Viaje al norte, una de las piezas más representativas de la banda mod. Son esas fidelidades que construyen personaje y generan mitología, algo que Loquillo sabe perfectamente ayuda al rock a ser algo más que un puñado de canciones afortunadas. Él las tiene, y son las que exhibió en la parte final del concierto, algunas con sonoridad country, caso de El rompeolas, otras cantadas entre el público de las primeras filas, Carne para linda, todas bramadas desde la pista por un público que en Loquillo no sólo ve estas canciones, sino a un personaje de otra época que se ha impuesta en ésta, tiempos de artistas cacareando en las redes sociales opiniones que al público del Loco se les antojan fruslerías.

Porque Loquilllo ha construido sin fisura alguna su personaje y discurso según los métodos de la vieja escuela. No es activo en la red, pero sus valores, difundidos por medio de los viejos medios de comunicación anteriores a lo digital, como el propio rock, han llegado nítidos y sin equívocos a un público que, no resulta casual, apenas toca el móvil en sus conciertos. Nada que ver con los artistas del milenio que tienen en las redes sociales el plasma de Rajoy y desconfían de cualquiera que pueda interpretar sin su permiso aquello que quieren transmitir. Ello redondea el discurso ético y estético de Loquillo, un rockero anterior al chip, un vestigio de un pasado de gloria del que sólo él parece sobrevivir en España. Y hay cuerda para rato. Siempre le quedará una gira con material de Trogloditas para recordar que su reinado no sólo es de este siglo.

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