Miedo global y pragmática urbana
Las zonas periféricas padecen más los efectos de los cambios, mientras que los beneficios se concentran en pocas manos y en enclaves determinados
En la ilustrativa crónica que desde París hacía el viernes en estas mismas páginas Marc Bassets, se mostraba la dimensión global de los dilemas que hoy están en juego en Francia. El cambio de época surte efectos en nuestras vidas y, sobre todo, en nuestras expectativas. La tremenda rapidez con que la revolución digital altera intermediaciones, instituciones, estructuras de poder e intereses establecidos, genera miedo. Mucha incertidumbre y poca esperanza. En Europa, los sectores de clase media que habían adquirido una sensación de confort y seguridad notables, ven amenazado su futuro y el de su familia. Se agitan nerviosamente buscando quién pueda darles nuevamente protección, mientras culpan a los que les habían prometido que todo seguiría más o menos igual del sombrío escenario en el que estamos instalados. Vivir con los de siempre, tener un trabajo más o menos estable, pensar que con lo que uno había prendido podía ir tirando toda la vida, comprar los productos tradicionales a la gente de confianza, y vincular todo ello a los valores que nos hacían sentir en casa, son aspectos vitales clave que en muchas partes del mundo están en cuestión.
Las sacudidas se notan más en las zonas rurales que en las ciudades. Se han alterado ritmos de vida, perfiles de habitantes, pautas de consumo, mientras se perdían trabajos y los jóvenes se marchaban. En las urbes, la vecindad con extraños y las dinámicas de innovación constituyen un elemento esencial de su configuración y ello contribuye a mantener cierta capacidad de adaptación en el escenario de la mundialización. Hay un malestar de fondo. Una ira sorda contra aquellos a los que se les atribuye la pérdida de confianza en el futuro y la capacidad de aprovecharse de los cambios en su propio beneficio. Lo detectamos en el resultado del Brexit, lo vimos confirmado en el mapa de apoyos a Trump y lo corrobora Bassets en su crónica del viernes. Las zonas periféricas padecen más los efectos de todo ello, mientras que los beneficios se concentran en pocas manos y en enclaves determinados. La credibilidad de políticos, medios de comunicación e incluso las evidencias procedentes del mundo científico o académico, están en cuestión, ya que ante la incertidumbre y la falta de esperanza en el futuro, predominan emociones y debates sobre identidad. ¿Quiénes somos? ¿En quién confiar? ¿Encerrarnos o abrirnos?
La derecha nacionalista y xenófoba u oportunistas como Trump se encuentran cómodos en ese escenario de fundamentalismos y valores básicos, y tratan de encabezar la revuelta de la gente contra un sistema al que acusan ahora, pero del que han sido siempre beneficiarios y defensores. Frente a ese reto de carácter regresivo, las fuerzas políticas de siempre tratan de recomponerse ofreciendo seguir manteniendo los viejos equilibrios en un escenario en que tal posibilidad parece inverosímil. La capacidad de protección desde los estados-nación se ha ido volviendo más y más problemática, al no disponer de los instrumentos institucionales adecuados para hacer frente al tsunami globalizador, financiero y desregulador. Y tampoco tienen la capacidad de articular formatos más comunitarios de defensa de las condiciones de vida y de respeto a la diversidad desde una escala en la que se confunde igualdad con homogeneidad, y legitimidad con jerarquía y paternalismo.
Entiendo que no es casual que las ciudades aparezcan por todas partes como espacios desde los que articular respuestas pragmáticas y no regresivas que combinen proximidad, solidaridad y reconocimiento de la diversidad. Ciudades de todos los tamaños, capaces de articular su entorno en dinámicas de cooperación y de defensa de las condiciones de vida de todos, con la implicación de todos. Algo muy difícil de imaginar en el anonimato de las relaciones estado-sociedad. Lo hemos visto en la iniciativa de ciudades-refugio, se ha visto en el caso de los Estados Unidos cuando centenares de ciudades han declarado estar dispuestas a no cumplir la normativa xenófoba de Trump, o lo percibimos en iniciativas como las de la cumbre de Paris contra el cambio climático o las conexiones para hacer frente a las plataformas digitales como Airbnb y Uber. Esa es la línea que entiendo inspira la celebración en Barcelona, los días 9 y 10 de junio de la reunión de “ciudades sin miedo”, con la que se quiere potenciar ese municipalismo internacional del que hablaba el politólogo recientemente fallecido Benjamin Barber, cuando abogaba por una mayor presencia de las ciudades en la gobernanza global.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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