Más que un mercado
Cuando hay que concretar un proyecto, el Ayuntamiento de Barcelona se repliega a conceptos anteriores
Sin duda, el primero fue Santa Caterina. Sin entrar en el grado de adhesión estética que nos pueda provocar la cubierta multicolor, es evidente que la filigrana requería un incremento de los costes que en aquel momento pareció banal. La leyenda dice que la arquitecta sugirió que el Ayuntamiento mantuviera la oficina donde se gestionaba la obra, en una planta elevada de un edificio lindante, como observatorio, consciente de que la cubierta tenía mejor perspectiva vertical que desde la calle. Lo que no se puede negar es que, con esta operación, Joan Clos pretendía darle al antiguo mercado un protagonismo regenerador en una zona muy compleja, que estaba siendo devastada por el propio Ayuntamiento. Se estaba construyendo más que un mercado, con un ojo puesto en el turismo y el otro en el orgullo de un barrio dispuesto entonces a plantar cara. Santa Caterina tenía que ser la contrapartida lúdica del combativo Forat de la Vergonya.
Hoy, los vecinos de Sant Antoni miran con suspicacia el mercado epónimo porque temen que sea un factor de gentrificación. El mercat es un edificio espléndido, único en Barcelona, porque la ciudad no regalaba nunca una manzana entera para estos menesteres, pero su capacidad de transformar el barrio será relativa. Sant Antoni ya está gentrificado y lo está porque esa mano invisible que todo lo transforma y todo lo altera se posó en las calles sombreadas hace tiempo. Cuando desembarcan los locales con encanto, ya está liada. Sant Antoni siempre fue el desembozo popular del Eixample, una misma textura arquitectónica y urbana con una vida más intensa y más cotidiana. Ahora los precios están por las nubes, pero esto es un fenómeno imparable en el que el mercado tendrá poco que ver. No deja de ser curioso, sin embargo, que los vecinos le atribuyan al equipamiento ese poder taumatúrgico.
Y esto nos lleva a otro caso interesante, quizás el que más, porque plantea una revisión del concepto mercado, que de momento ha chocado con la rutina de aplicar a cualquier reforma un patrón común. Se trata del Mercat de l’Abaceria, de Gràcia, un chasis tan histórico como obsoleto, en estado deficiente, que había que remozar. Estos procesos son complejos, entre otras cosas porque los paradistas tienen que aprobar y financiar, y los años de obras les representa una apuesta incierta a la que no todos sobreviven. De manera que los paradistas, protagonistas absolutos del mercado hasta ahora, son los que llevan la voz cantante. El Ayuntamiento propone y ellos determinan. En el proyecto que ahora va adelante, el Mercat de l’Abaceria incluye dos elementos que están siempre presentes: una superficie de supermercado —que contribuye al gasto, y es en general una sola empresa la que se queda todas las concesiones— y un aparcamiento para uso vecinal.
Contra esta rutina, que parece establecer un patrón único de reforma, se ha levantado la plataformaGràcia on vas?, que plantea una enmienda a la totalidad. Inspirados por la idea que cada equipamiento tiene que servir para cambiar el mundo, esta gente plantea suprimir los dos intrusos y darle al nuevo mercado un carácter catalizador de la vida cotidiana del barrio. Por lo tanto, hay que destinar espacios a la didáctica de la alimentación, a la economía colaborativa, a la ecología, a los talleres y, en el fondo, replantear la gestión para abrirla a la participación de las entidades de proximidad. Es un modelo radical. Lo que sorprende es que se los haya escuchado tan poco. Es probable que el modelo, que está planteado en clave de máximos, sea inviable o demasiado complejo o poco abierto a lo que dicen los paradistas. Pero lo importante es que intenta abrir una perspectiva diferente para proyectos que, tal como están, siguen copiando modelos de hace veinte años —que han funcionado, por cierto— sin cuestionar si se puede ir más allá.
El caso es que la ciudad ha cambiado y, si algo ha hecho este Ayuntamiento, es poner en marcha esta visión holística de cada cosa, donde todo tiene que tener significado positivo y participación a tope. Pero resulta entonces que, cuando hay que concretar un proyecto y poner los millones de euros sobre la mesa, el Ayuntamiento se repliega a conceptos anteriores, a rutinas probadas, y hace lo mismo que han hecho los anteriores Consistorios. La participación y el cambio sólo se aceptan en los pequeños márgenes de la realidad.
Patricia Gabancho es escritora.
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