Pavo, ‘endiot’ y Joan Miró
Ahora se adora la lechona dorada, pero hornear o guisar el pavo era una conquista anual de los humildes, como una exaltación del exceso
Antes de que los isleños, especialmente los mallorquines, migrasen y olvidaran una de sus sanas costumbres en la mesa para acudir a venerar la lechona de oro, un bicho de pluma y belén, el pavo, —endiot, gall d'indies—, era el protagonista culinario de Navidad .
Ofrenda en el sacrificio en la mesa del clan en un evento semejante a un celebración contra el hambre, un gran banquete coral.
El ave de muslos y pechugas agigantados, era marinada en agua y sal, untada con manteca, transformada al horno, rellena —de cuscussó en Menorca—, asada sin decorar o en fantásticos escaldums de cocina lenta, de fragmentos.
Era más que una anécdota, un menú de rutina una vez al año y nada más. Joan Miró hizo suya de manera muy eficaz su figurita resumida los pastorcillos de barro, la más vistosa del pesebre, y la hizo icono contemporáneo, escultura de calle. Un objeto artesano encontrado, multiplicado y transformado en monumento. Incluso en la transición un partido nacionalista mallorquín, el PSM, usó el animal simbólico para vindicar el estatuto.
Presuntuoso, asustado o para cortejar, el macho suele abrir un abanico inmenso en el culo con la cola y se ve máquina de guerra. Desafiante, canta en sollozos. Hay fotos y testimonios de tebeos de posguerra y país gris donde el cadáver exquisito, desplumado y horneado de este pavo real era imagen de abundancia. Comer un pollo era un hecho insólito, una fiesta y dieta de enfermos, matar y hornear el pavo era una conquista de los humildes, como la exaltación de la exageración.
Un pavo, vivo, fue un regalo de deferencia que unos pocos señores hacían a sus amistades de poder o empleados de rango, un obsequio de rito de la vieja sociedad. Un regalo para agrandar la aventura del comercio de intercambio de gestos, favores y silencios, el precio feudal inverso, prendas pagadas al terrateniente por el fruto de la tierra o la cosecha.
En los círculos de poder e influencia se codificaba la clave viva de la complicidad, era una paga de gracia, la contribución establecida anualmente, la renovación de la sociedad anónima sin papeles. Era la ratificación de la amistad, la integración en la red. El extravagante terrateniente indiano-xueta de Es Fangar, Pedro Juan Bonnin Amstrong, hacía rodar a sus sirvientes entre las fuerzas vivas del pueblo endiot en mano. Para sa Vall de Juan March cada Navidad un amo mercader mallorquín criaba y engordaba adrede cientos de aves para rendir obsequio a empleados, directivos y amistades de la cuerda de la Banca March y de can Verga.
El endiot negro es uno de los mitos caídos de Navidad. Gastronómicamente era —es— un trofeo, una pieza firme, cocinado a la manera clásica —nada de arqueología por favor—. Hoy el pavo queda maltrecho en las factorías de la industria vicaría de la salud y del negocio. En lonchas es dietéticamente oportuno para los que ni quieren o pueden comer jamón de cerdo. Insípidamente pálido manufacturado así se una mordedura fría e intangible.
La carne del pavo rural es fuerte, sabrosa, identificable, para momentos centrales. Los americanos matan 40 millones el día de Acción de gracias, dieta patriótica. Ahora sola la minoría insular milita en la tradición derrotada. Memoria, letras sin cambio.
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