Libros y mantequilla
La lectura era una brújula para surcar los mares embravecidos de la calle, un fantástico sucedáneo de la vida
Virginia Wolf se llenó de piedras los bolsillos para hundirse más en el agua. En mi caso los llené de libros. Ambos queríamos desaparecer. Con intenciones y en medios distintos, claro. Pero todo aquello no lo empecé a saber hasta más tarde, como lo de que la vida iba en serio. Da igual eso, ahora. El caso es que ahí estoy, con siete años a lo sumo, echado en el suelo de mi habitación, reclinado en el antebrazo izquierdo, cuerpo rayado por los haces de sol victoriosos ante las celosías del balcón, leyendo. Horas. Toda la tarde. De vez en cuando, la puerta se entreabre silenciosa y asoma la cabeza muda de papá o mamá para cerciorarse de que el niño, como el dinosaurio, seguía ahí.
No recuerdo haber sido especialmente infeliz, o sea, que no podría alegar la stendhaliana máxima de que no hay desgracia en el mundo, por grande que sea, que un libro no ayude a soportar. No sé qué me llevó a la lectura en un hogar de anaqueles apenas pespunteados por los irregulares títulos que regalaban las cajas de ahorro. Con el tiempo pensé que era en triste proporcionalidad literaria a las imposiciones que hacíamos. También da igual eso, ahora. ¿Que qué lecturas? Alfred Hitchcock y los tres investigadores y la Colección Historias Selección de Bruguera. Esa confesión explica, amén de la consideración que me tienen mis jefes, que remire hoy 20.000 leguas de viaje submarino o Moby Dick, descubriendo que lo que daba por leído eran versiones liofilizadas.
Con los años, la adolescencia y el peso (se me marcaban las baldosas; se me dormía el brazo de tanta inmovilidad…) salté a una butaquita del salón retapizada y lámpara de pie detrás. Y ahí me pilló la etapa Cortázar (y el sueño rayueliano de enamorarme yo también de una Maga con Rocamadour incluido, no importaba) y la de Kafka, y la de Heinrich Böll, y las de Steinbeck y Hesse... Un totum revolutum. Pero nunca he sido tan feliz ni nunca más he encontrado un lugar donde leyera tan a gusto; y eso a pesar de que tenía que ponerme transversal y colgar los pies por uno de los lados.
Ahí ya tenía más claro que los libros eran brújulas para surcar los mares embravecidos de la calle, un fantástico sucedáneo de la vida y también de que al regresar a la realidad tras saltar del sofá, de bruces con la gran decepción: siempre he sido menos de lo que soñé a través de ellos. Cierto que me lo he ganado a pulso: mi madre aún no da crédito a que un día, desde el sillón, le hiciera responder al teléfono para que le dijera a la chica más guapa que cruzó mi vida (sufriría enajenación mental transitoria cuando salía conmigo) que yo no estaba en casa. No era del todo mentira: estaba leyendo.
Los años me han hecho ver que los libros están bien, pero que no son más que subtítulos anémicos de la vida (Stevenson dixit), mientras que la acumulación de trabajo a destajo me hace añorar la lectura por puro placer, ese saltar despreocupado entre autores y temáticas, sin otro fin que el de sumergirme en cualquier espacio-tiempo, poder volver a soñar con ser otro, saber de la vida e interpretarla; encontrar palabras y sentimientos que son míos y que no lo sabía hasta que los he leído, formulados por brujos. Un poco pues, últimamente, los libros me han enterrado, como me alertó Ivan Klíma, uno de los 46 autores que comentan la historia oculta de otros tantos dibujos de Quint Buchholz en el entrañable El libro de los libros (Nórdica).
Solo uno de ellos, pura homeopatía, podía devolverme al sofá. Y sucedió: el stajanovismo y el totum revolutum se aliaron para arrojarme Leer (Periférica & Errata Naturae), 65 imágenes que André Kertész realizó entre 1915 y 1970 de gente absorta leyendo, freudiano homenaje del fotógrafo a su padre librero. Total: fue abrirlo y entender qué les pasa a todos los fotografiados. Soy cualquiera de los tres harapientos niños sentados en el bordillo con un libro como única posesión; soy la chica que lee entre bastidores esperando volver al escenario; soy la niña que ha dejado la muñeca ahí sentada para ponerse a leer; soy el que no se da cuenta de que la farola de delante de casa está a punto de caer mientas se me ve desde la ventana sumergido entre páginas; soy el que duda y ojea, ante la monumental biblioteca, al escoger el próximo volumen; soy aquel lector solitario en el mar de azoteas; soy la chica entrevista en el balcón, en ropa interior, metida en su mundo de papel... Este libro debería regalarse en toda campaña de fomento de la lectura: ¿qué es eso que hipnotiza a tanta y tan diversa gente?
En la próxima crónica saldré a dar una vuelta. He de huir de la querencia. Y escribo eso mientras recuerdo a mi padre fabricándome, con Letraset en el reverso de una tarjeta de visita, un carnet de detective (Carles Geli. Private investigator) como el de los chavales de Hitchcock. Por los patios sonaba el radiofónico consultorio sentimental de Elena Francis y mi madre me daba una ración piramidal de Toblerone, traído de Andorra o de Francia por algún conocido, manjar que viajaba haciendo trío con un queso de bola y una buena barra de mantequilla de ese mítico norte de abundancia y libertades, libros prohibidos y películas como El último tango en París. Hoy, en Toblerone quieren quitarle chocolate para ser competitivos y aflora el cruel engaño de Bertolucci (y de Marlon Brando) a Maria Schneider, mutando en violación la famosa escena de la mantequilla. Otro mundo, con libros en los bolsillos como lastre para sumergirse en él como contraseña, es posible.
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