Nuevos recuerdos en la frontera
La Comunidad EKO, de refugiados y voluntarios de un campo en Grecia, recibe el Premio Internacional de la Fundación Alfonso Comín
Cuando Ommar Haddad se fue de Damasco, en febrero de 2015, tenía algo muy claro: "No hay futuro en Siria". Comenzó entonces un viaje para encontrar refugio en Europa, un periplo que le llevó de Turquía a la frontera griega con Macedonia, pasando por un trayecto en una lancha neumática en la que iban cincuenta personas y con la que llegó a la isla griega de Lesbos. El último paso antes de dejar atrás Grecia era coger un autobús que le dejaría en una gasolinera de la empresa EKO a pocos kilómetros de la frontera. Ahí fue donde Haddad y miles de refugiados se quedaron estancados tras el cierre de fronteras en marzo de 2016: en una estación de servicio en medio de la carretera, que pronto se convirtió en el segundo campo de refugiados después del de Idomeni. La comunidad que se creó en EKO, donde refugiados y voluntarios –la mayoría catalanes- se organizaron para conseguir mejores condiciones de vida, ha sido galardonada con el Premio Internacional de la Fundación Alfonso Comín.
Haddad, de 23 años, no puede dar su nombre real ni explicar cómo ha conseguido finalmente llegar a Barcelona, donde quiere empezar "una nueva vida, con nuevos sueños". Pero quiere compartir sus recuerdos. Algunos son muy dolorosos, como el de las bombas sobre Damasco, el de su casa familiar, "que está destruida" o el del trayecto en lancha hacia Lesbos: "Tenía que sostener a mi sobrino para que no se le amontonase la gente encima y pudiese respirar", explica en el vestíbulo de un hotel céntrico de Barcelona, un escenario radicalmente distinto al que se encontró cuando llegó a la estación EKO.
Las condiciones de vida eran pésimas –"al principio no teníamos tiendas para todos, y tuvimos que estar bajo la lluvia unos días"-, pero allí fue donde empezó a crear nuevos recuerdos gracias al trabajo conjunto entre voluntarios y refugiados, que cada día se reunían para discutir cuáles eran las necesidades del campo y intentar dar respuesta. Entre todos, y aprovechando las habilidades de cada uno, crearon una escuela –donde se aprendía árabe, inglés, francés, castellano, griego-, una cocina, una enfermería y un espacio para las mujeres. Haddad, que habla inglés, era uno de los intérpretes del campo. También animaba las fiestas con una guitarra y organizaba las noches de cine con un proyector que consiguieron, "una de las actividades más demandadas", explica.
Algunos de esos recuerdos nuevos los lleva Haddad encima: tres pulseras, un collar… "Y tengo muchos más en casa", afirma mientras sonríe cómplice a David Zorrakino. Él es uno de los voluntarios que impulsó la comunidad y el proyecto EKO en la gasolinera. "Uno de nuestros objetivos era que los refugiados creasen nuevos recuerdos", explica. "Los niños, al principio, dibujaban bombas sobre la ciudad, el viaje en lancha, a los familiares que habían dejado atrás, pero al cabo de unos días de estar en EKO ya empezaban a poder dibujar las cosas del campo". "Éramos una gran familia, había árabes, kurdos, gente muy mayor, niños, y convivíamos perfectamente", detalla Haddad.
Todo eso se acabó el 13 de junio de 2016, cuando el Gobierno griego evacuó la estación EKO con más de 300 policías antidisturbios para trasladar a los refugiados a campos militares y poder controlarlos mejor. "Fue un día muy triste, llovía y todos lloraban", recuerda Haddad, que para contrarrestar esta situación sacó la guitarra y consiguió que sus vecinos cantasen ante los agentes. La policía detuvo a los voluntarios y trasladó a los refugiados a Vasilika, a una antigua granja de aves. "Nos dijeron que nos trasladaban ahí para mejorar las condiciones higiénicas y sanitarias, pero en el campo militar nos encontramos con dos dedos de polvo, un calor insoportable y una comida que siempre estaba caducada", explica Haddad. Además, las autoridades no dejaron entrar a los voluntarios, que los siguieron hasta allí, y separaron a los refugiados por etnias para evitar conflictos, sin saber que durante cuatro meses habían convivido sin problemas. "Todo lo que habíamos construido fue destruido", lamenta Haddad.
La persistencia de los voluntarios fue determinante para no dejar en el olvido los meses en EKO. Alquilaron un caserón cercano al campo militar, y con los refugiados, que tienen permiso para salir del campo, empezaron a reconstruir la escuela, la cocina o el espacio para las mujeres. La comunidad EKO ahora solo es diurna, está a cien metros del campo militar, y es donde pasan el día gran parte de los refugiados que malviven en una antigua granja de aves mientras esperan a que se abran las fronteras. Haddad, aunque tiene en su memoria las bombas, el mar amenazante y a sus padres, que siguen en Siria, no puede dejar de sonreír cuando piensa en EKO. Ahora se está asentando aquí, intenta aprender catalán y piensa en encontrar trabajo pronto, pero afirma: "Si pudiese volver como voluntario, lo haría en el primer vuelo".
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