Empieza la rectificación
El peor escenario se ha hecho realidad. La CUP controla la agenda política. Sin su voto no hay presupuestos, y sin presupuestos no hay algo que merezca llamarse gobierno catalán
Esto se acaba. Esta historia no da más de sí. La hora de la rectificación ha llegado y todos, incluidos los ideólogos mas entusiastas, han empezado a plegar velas. Uno de los ideólogos del proceso se pregunta por el lugar de Mas. Nadie sabe qué hacer con el rey destronado. Otro se adentra en la autocrítica que tanto ha faltado a lo largo de esta inacabable marcha hacia ninguna parte. Ahora reconocemos que la superioridad moral y la autocomplacencia empequeñecen la mirada colectiva, irrealista y ciega sobre todo ante las propias inmoralidades. También que la transferencia de todos los defectos sobre España, como única responsable de nuestros problemas, ha hecho el resto. Un poco tarde para tan atinadas reflexiones.
La idea de la violencia ha hecho su trabajo, es evidente. La revolución de las sonrisas y la ruptura democrática y pacífica han tropezado con su rostro más hosco. Voces bien serias, desde dentro del propio campo soberanista, lo venían advirtiendo desde hace tiempo. No es tan solo el problema de los métodos violentos, cuya sola apelación imaginativa a través de los okupas amigos de la CUP aleja a la gran masa de los votantes. Antes está la cuestión del principio de legalidad, es decir, el Estado de derecho, las libertades y los derechos civiles individuales.
Atender a la legalidad no es un capricho reaccionario e incluso franquista. La democracia sin ley es demagogia y conduce a la dictadura. Lo que está en juego no es el principio de autoridad ni la contundente consigna burguesa de ley y orden, sino la regla de juego que a todos obliga y a todos defiende de la arbitrariedad. Sobre todo a los más débiles. Si son los okupas los que dictan la ley, habrá un momento en que alguien más fuerte dictará la suya. Por eso el rupturismo conduce históricamente a la dictadura de uno u otro signo.
Los pacíficos y amables dirigentes del proceso habían imaginado un inexplicable camino de tranquilas rupturas, pequeñas fracturas de la legalidad o incluso una decantación pacífica y casi imperceptible desde la legalidad actual hasta otra que surgiría nueva y limpia, catalana claro está, lista para ser adoptada por todos y constituir el Estado propio inmaculado. Estos planes --fraguados en las masías de l'Empordà y en los chalés de la Cerdanya durante los largos fines de semana de los días tórridos de agosto que preceden a las grandes jornadas patrióticas del Once de Septiembre-- han tropezado ahora con las tentaciones expropiatorias de las segundas residencias que la CUP no ha tenido rebozo en exhibir como argumentos de apoyo a la negociación de los presupuestos con Junts pel Sí.
El peor escenario se ha hecho realidad. La CUP es quien controla la agenda política. Con apenas unas centenas de agitadores congregados en Gràcia consigue poner en jaque a los gobiernos municipal y de la Generalitat, secuestra el foco mediático, impugna la autoridad de las fuerzas del orden catalanas e impide la aprobación de los presupuestos en el Parlament. Sin su voto no hay presupuestos y sin presupuestos no hay algo digno de llamarse gobierno.
La CUP aprieta las tuercas porque con tal experiencia ha sacado hasta ahora grandes réditos. Sin ir más lejos, los contenidos rupturistas de la declaración del 9N y la cabeza de Artur Mas. Ahora ha conseguido poner al gobierno contra las cuerdas y someterlo a un dilema endiablado y demoledor, entre dar por roto el acuerdo de estabilidad parlamentaria o ceder y continuar sometidos al chantaje permanente, algo que una persona tan autorizado como Pilar Rahola considera como “dos opciones letales para el proceso”.
La tentación es mantener intactos los planes secesionistas en la línea reafirmada ayer por Puigdemont en la entrevista concedida a EL PAÍS. Esto significa que, más pronto que tarde, con presupuestos o sin ellos, habrá disolución del Parlament y que esta se disfrazará y explicará como una nueva forma de paso plebiscitario hacia el Estado propio. Hay otro camino, como es el de buscar una nueva geometría de alianzas parlamentarias, cambiar así la mayoría en el parlamento catalán para aprobar el presupuesto, gobernar de nuevo, restaurar la unidad civil y política catalanista y aprovechar los nuevos espacios de acuerdo y de alianza que se han abierto en Madrid y en las comunidades valenciana, balear y aragonesa con los socialistas y las nuevas izquierdas. No significa enterrar nada, sino meramente cambiar el ritmo, cargarse de paciencia y acomodarse, finalmente, a la dura y tozuda realidad. El problema es que saber si hay alguien con el coraje personal y la autoridad política para dar este paso que muchos querrán interpretar como una rendición, aunque no lo sea.
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