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Ensaimadas de ultramar

Algunos ejemplos más allá del país de los isleños, en el continente y tierra adentro

Mosaico de ensaimadas.
Mosaico de ensaimadas.Tolo Ramon

Si se pueden hallar algunas ensaimadas comestibles, más allá del mar de los isleños, en el continente y tierra adentro y en otros hemisferios. Llevan el mismo nombre y su forma y piel las evoca. No son indigestas, quizá más que curiosas. A veces, se hallan pequeñas piezas para nada detestables, no indignantes a la mirada y al filtro chovinista. La rareza y el efecto sorpresa, ahondan en la anécdota.

Los descubrimiento-experimento suceden en paseos y desayunos hosteleros, entre la selva de pastas amasadas en mantequilla y ejércitos de bombas de bollería. Las apariciones acontecen en especial, en negocios y casas de descendientes de nativos insulares transterrados y migrantes.

La añoranza puede ser una fuerza motriz del deseo y del criterio culinario, los emigrantes y sus descendientes evocan su país abandonado y a sus pioneros con sus rituales gastronómicos de las islas de origen: en Argentina, Uruguay, en Madrid y, con fidelidad posmedieval, en las tierras valencianas de los moriscos expulsados, repobladas por insulares pobres a veces guisan y hornean según su costumbre de raíz. Además de la huella de las voces viejas del mismo idioma no adulterado está el legado de las viandas, el manual de su paisanaje en lejanía.

Los descubrimientos de ensaimadas lejos de casa son exóticos por escasos y sorprendentes fuera del panorama habitual de hornos y pastelerías autóctonas. Es en la madre-territorio-isla donde aun se labora, mima y madura de manera correcta, canónica, esa espiral y turbante de pasta que cruje en su hojaldre de capas doradas o ligeras y se diluye suave en la boca.

La ensaimada, en sus diferentes versiones y formatos, puede ser un icono dulce de Mallorca (de las islas), el símbolo real del relato y pensamiento circular de los mallorquines, de los isleños. También remite a la cola fosilizada del demonio, al perfil de la concha partida de un cuerno de mar, al trazo de la cáscara del caracol, al gesto del cuerno de una oveja, al nervio de una escalera gótica de campanario, al torbellino de un vendaval y, además, es una frívola almohadilla de diseño de ocurrencia.

Algunos arquitectos tienen debilidad por las ensaimadas, como objeto y bocado; hay quien las obró realmente en su horno familiar de sa Pobla y otros las rastrean, con su fama o autoridad, en las escasas decenas de panaderías y pastelerías que las laboran con mano sabia y honestidad.

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Hay mini ensaimadas continentales, de hotel, la mitad de la talla de las individuales, que no son detestables, que superan la prueba de la divisa territorial. Puede parecer una provocación o herejía para los que preservan el dogma de la autenticidad gastronómica, defensores de la razón y lógica que atribuye calidad y autenticidad a lo nativo, las características primarias del hábitat original: Mallorca y el resto de islas.

Hay ejemplos, pocos, en los que no es frustrante la cata, el muestreo curioso entre tanta micro pseudo ensaimadas, envasadas, fosilizadas, grasientas sin gracia, formateadas con la masa del Donut o de las tartas, hinchadas como suflés o pegajosas como un merengue. Siempre distraen o compiten bien con los cruasán borrascosos en el estómago.

El nativo de las islas en sus periplos suele estar sometido al efecto espejo – o retrovisor-, al evocar paisajes, comidas y situaciones que le recuerdan su propio ámbito, compara o añora, alimenta su raíz chovinista, la nostalgia. Con la ensaimada tampoco.

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