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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Papeles y desvergüenzas

El fruto del expolio masivo perpetrado por un régimen fascista se sublimó a relicario de la memoria histórica española y metáfora de la unidad patria. Encima, quienes vindican el botín de un robo tachan de ladrones a los robados

Con franqueza, no creí tener que regresar a este tema nunca más. Después de la sentencia del Tribunal Constitucional de enero de 2013, el asunto de los mal llamados “Papeles de Salamanca” parecía definitiva y decorosamente concluído. Aquellos que, por razones profesionales y/o biográficas, llevábamos décadas siguiéndolo —en mi caso desde noviembre de 1975, nada menos— respiramos aliviados: por fin se habían impuesto el buen juicio y un elemental sentido de la equidad sobre las pulsiones localistas burdamente explotadas, las manipulaciones de partido y el “justo derecho de conquista” que invocó cierto escritor de cuyo nombre es mejor no acordarse.

Era demasiado bonito para ser verdad. La semana pasada supimos que una asociación llamada Salvar el Archivo de Salamanca exige de la Generalitat la “devolución” de 400.000 documentos, casi la mitad de los restituidos a Cataluña a partir de 2006. Su tesis, sostenida sobre un único ejemplo concreto, es que aquellos papeles no corresponden ni se refieren a personas u organizaciones radicadas en Cataluña. Si tenemos en cuenta que, durante el último año de la guerra civil, el territorio catalán acogió a un millón de refugiados procedentes del resto del Estado, y si recordamos que desde octubre de 1937 Barcelona fue la sede no sólo del Gobierno de la República sino de las cúpulas españolas de los partidos y sindicatos que la apoyaban, resulta fácil de entender que una parte de las toneladas de documentos, libros y periódicos capturados aquí por las tropas franquistas en 1939 no fuesen “catalanes”. Todos cuantos manejamos alguna vez, en Salamanca, la documentación superviviente de aquel expolio —una gran parte fue usada como combustible durante los fríos inviernos castellanos de la postguerra— tenemos constancia de ello, aunque ningún profesional cree que fuese el 50%, el 40% o el 20% del total.

En todo caso, no fue la Generalitat abolida y exiliada, sino las autoridades franquistas las que decidieron, a partir de 1939, mantener agrupados los papeles según el lugar de su captura, sin atender a dónde habían sido producidos. No fue la Generalitat la que impidió, a lo largo de 67 años —30 de ellos en democracia— que esa ingente masa documental fuese clasificada con criterios archivísticos, separando, por ejemplo, los papeles de Esquerra Republicana y los de Izquierda Republicana, el partido de Azaña, que en el caserón de San Ambrosio estaban confundidos como un todo ¿Por pereza, por desidia...? También, pero sobre todo porque, desde el final de la dictadura, los responsables del Archivo y los poderes locales creyeron que mantener la confusión y la mezcla de orígenes geográficos de los documentos era el mejor modo de bloquear cualquier restitución. Al parecer, todavía están en esa trinchera.

Pero mienten. Todos esos supuestos salvadores del Archivo mienten como bellacos cuando dicen que, de los documentos retornados, no existe copia: la Generalitat había microfilmado todos los papeles de los fondos “Político-Social Barcelona” y “Político-Social Lérida” mucho antes de cualquier devolución. Y suponer que el entonces director, Miguel Ángel Jaramillo, permitió en 2006 la salida indiscriminada, sin control, de 500 cajas llenas resulta tan descabellado como insultante para él. Además de mentir, los presuntos salvadores enseñan la patita: “Los papeles—-explicó el otro día uno de ellos— los han robado quienes quieren romper España”. Entonces, ¿estamos hablando de un archivo, o de echar la red en las aguas del antisecesionismo y de la catalanofobia, a ver qué pescan?

Estos últimos años, por razones que no es preciso explicitar, se ha hablado mucho en Cataluña —y a propósito de Cataluña— de la manipulación de la historia, del uso de mitos, de la fabricación de agravios imaginarios. Pues bien, el del Archivo de Salamanca es un ejemplo de libro de todas estas prácticas. De no saber ni que existía, los salmantinos debidamente manipulados pasaron a considerar el Archivo un patrimonio tan propio como la Casa de las Conchas. El fruto del expolio masivo perpetrado por un régimen fascista se sublimó a relicario de la memoria histórica española y metáfora de la unidad patria. Encima, quienes vindican el botín de un robo tachan de ladrones a los robados. El colmo.

Sin embargo, ningún cazador de mitos y manipulaciones históricas lo ha denunciado. Sí, también en Cataluña tenemos seudohistoriadores friquis. Pero, por lo menos, no acuden a los tribunales para defender sus fantasías, ni convocan manifestaciones en la plaza de Sant Jaume.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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