Encuentro con un biplano
En un pequeño pueblo del Canadá se guarda el Fokker D VII de la Gran Guerra mejor conservado del mundo
Fue oír hablar del biplano alemán de la I Guerra Mundial que guardaban allí cerca y salir corriendo enardecido a verlo, dejándome a medias el postre. Mis pasos apresurados resonaban sordos en la espesa nieve recién caída con el sonido de —precisamente— disparos de una ametralladora Spandau: pof, pof, pof.¿Eran las pisadas, las balas o los latidos de mi corazón? Llegué sin resuello hasta la casa con aspecto de cobertizo. Una ardilla gris me miraba alarmada desde un olmo desnudo. ¿Sería verdad que en ese pueblecito en una remota esquina del Canadá se conservaba el mejor ejemplar de Fokker D. VII del mundo? Y de serlo, ¿cómo diablos había llegado hasta aquí, tierra de indios mohawk, tramperos y mofetas, un aeroplano de la Gran Guerra?
El Fokker D VII fue el caza más sensacional y avanzado de esa contienda. No lo digo yo, lo dijo el Barón Rojo, que es, por supuesto, mayor autoridad. Él, Manfred Von Richthofen, no llegó a pilotarlo en misiones de combate. Desde luego no por falta de ganas sino porque poco antes de que se distribuyeran los nuevos aparatos a las Jastas, las escuadrillas de caza, al as alemán lo habían dejado tieso de un balazo sobre el Somme. Von Richthofen, que había probado los prototipos y contribuido a su diseño, estaba ansioso de recibir el nuevo modelo que iba a cambiar el equilibrio de fuerzas en el aire,entonces, al final de la guerra, decantado a favor de los aliados.
Mucha gente cree que el mejor avión producido en esos sangrientos años fue el emblemático Fokker Dr. 1 triplano, pero ese caza en realidad estaba ya obsoleto a inicios de 1918. Fue el Fokker D VII el gran aeroplano, “el terror de los cielos del Frente del Oeste”. Los aviadores aliados lo descubrieron con espanto. Se decía de él que convertía a un piloto mediocre en bueno y a uno bueno en un as, que ya es frase promocional. Fue el único avión cuyo nombre se hizo constar en el armisticio, especificando que los alemanes debían entregar esos aparatos sin guardarse ni uno. Decía que Manfred Von Richthoven no voló en un Fokker D. VII, pero sí lo hicieron otros ases como su hermano Lothar, Erich Löwenhardt —que se mató en el suyo, de color amarillo—, Udet y Hermann Göering.
Con todas esas cosas en la cabeza irrumpí el otro día en el museo de la pequeña localidad de Knowlton, en Quebec, en medio de una nevada. El museo, regentado por la Sociedad Histórica del Condado de Brome, se compone de varios edificios uno de los cuales es el antiguo cuartel de bomberos. Contuve a duras penas mi impaciencia mientras me enseñaban el viejo tribunal, una exposición de aperos de labranza o una canoa, y por fin me llevaron al Anexo Martin. Ahí estaba el Fokker: un anciano pájaro dormido al abrigo de los elementos.
Un manto de quietud y silencio parecía cubrir el aparato rodeado de otras reliquias militares, incluidos, algo incongruentemente, recuerdos de la guerra contra Tecumshe, el jefe shawnee. Observé el fuselaje pintado todavía con el camuflaje de serie lozenge (de polígonos de colores) y la numeración “6810/18”, el timón de cola blanco con las cruces negras, las dos ametralladoras Spandau que miraban siniestramente hacia mí con sus bocas abiertas.
El aeroplano es uno de los 22 Fokker D VII que recibió Canadá en 1919 como botín de guerra. En todo el mundo ya solo quedan siete y este es, efectivamente, excepcional: el único que nunca ha sido restaurado. Está tal y cual lo pudieron ver —quizá fue lo último en sus vidas— los pilotos rivales. Me sacudió un estremecimiento.
El Fokker llegó a Knowlton desde Inglaterra y el gran as canadiense Billy Bishop lo pilotó en un show aéreo. El poderoso político George Foster, oriundo de la localidad y cuyo hijo había volado en la guerra, consiguió que lo llevaran allí, donde aterrizó el 27 de mayo de 1921. El biplano vivió un último combate cuando en 2010, con el pretexto de que no se lo guardaba en las condiciones adecuadas para su preservación, hubo un intento de arrebatárselo al pueblo. Se calcula que el Fokker vale más de un millón de euros, así que no es raro que se luche por él, sentimientos aparte. Ya Howard Hughes trató de comprarlo en 1930 para utilizarlo en la película Hell's angels que dirigió y produjo. Pero la gente no quiere que se vaya. "Forma parte de nuestra historia", afirman.
Recomiendo sin reservas que quien pase por Knowlton no deje de visitar al Fokker (y se compre un póster y un pin). Sea como sea, yo solo puedo dar gracias al destino que me llevó hasta allí y a acariciar con mano trémula las líneas del feroz biplano. Lo hice con el respeto debido a esa máquina asesina pero tan románticamente hermosa, y musitando frases de Sagittarius Rising, del piloto Cecil Lewis, el libro más evocador de la aviación de la I Guerra Mundial (y cuyo regalo nunca agradeceré bastante a Roland Olbeter, que tanto sabe de máquinas). “El aire era nuestro elemento, los cielos nuestro campo de batalla”. Cerré los ojos y mi corazón se remontó hacia el cielo azul de Flandes, sobre las devastadas granjas, los caídos y retorcidos árboles, los cementerios profanados y los campos devastados. La ofensiva había fracasado, los mejores hombres habían caído y solo quedaba el coraje para sustentar nuestras alas.
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