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El ‘trencadís’ es una granada

La actual cocina pública, tan rompedora, hija del desorden y la contradicción, no tiene fácil articular un catálogo intemporal que fije un menú sólido

Un cuenco o una cucharada de granada, desmenuzada grano a grano, sin estorbos de cascarillas o celdas amarillas amargas, es un billete de viaje. Es una puerta que no lleva a ninguna parte pero que invita a un placer fugaz, poco habitual. Desgranar la fruta como quien reza el rosario es una oración de fidelidad, estima o amistad con sus comensales. La paciente operación de desnudar la granada es, además, un trabajo con riesgo, las gotas manchan y oxidan la ropa y los dedos. El pecador lleva los dedos marcados, ennegrecidos, como cuando se deshoja y cuartea las alcachofas.

La granada abierta por donde se agrieta, partida, sin cortarla a cuchillo, muestra una cara que se parece al trencadís de Gaudí y Jujol. La colección entera de granitos suma hasta 300 piedrecitas o cristales dulces.

Una multitud de puntitos en telaraña puede ser imaginada la referencia de los mosaicos que hicieron los romanos. Los egipcios enterraban con granadas, fruta de larga duración y símbolo de poder, su esfera con corona es código de otra creencia.

Los minúsculos frutos, blancos y rojos, amarillos y rosáceos son un bocado atomizado. Los granitos a cucharadas lentas, aplastados y masticados, jugosos, ácidos o muy dulces, retornan al catador a sus inicios, a los escenarios con protagonistas donde aprendió y descubrió placeres. En otoño, tiempo de granadas, se renuevan recuerdos, las caras y manos idas de las madres, tías y abuelas que rendían con el fruto desmenuzado un homenaje, una ofrenda medicinal, un gesto religioso, familiar.

La granada no necesita nada más. Domina solitaria o en compañía, quizá con unas gotas de limón, o en alianza con jugo de naranja, mistela, vino dulce. En ensalada, en confitura para matizar la sobrasada vieja o frita. Fue clásica la salsa de granadas agrias con la lechona de Navidad.

Comida para gozar, en un orden, con “conocimiento”, en el sentido polisémico de la palabra: cordura, control, cultura y moderación. Alimentarse requiere criterio pero sobre todo deseo y curiosidad. Es como hacer una excursión habitual, a pesar de que la ruta nunca se acaba. El camino siempre se reinicia y el gozo está en el mismo experimento de la investigación. Cada día, desde la costumbre y la memoria, se busca un reencuentro, una carta sin ocurrencias. La elección del plato o del bocado se hace para evocar momentos, lugares y compañías, sabores agradables.

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La cocina pública actual, tan rompedora, hija del desorden y la contradicción, no tiene fácil articular un catálogo intemporal, esencial, que se recuerde y fije un menú sólido, su mundo, en las cartas y gustos que suscitan sensaciones identificables. Siempre habrá espacio para la novedad asimilable en las biografías de los consumidores.

El ejercicio de la alimentación —tan rutinario y privado, casi íntimo— ahora está revestido de importancia, con apoteósica exhibición televisiva y clasificación competitiva permanente de los cocineros en estrellas. Los chefs son los nuevos dioses menores pero pocos usan o tienen en sus cocinas granadas, caquis, membrillos, azufaifos… tan propios, nuestros y poco exóticos.

Los magrebíes establecidos en las islas en las últimas décadas, más de 30.000, pueblo a pueblo, han revivido el consumo popular de las granadas (y de las calabazas y nabos, para su cuscús). Son apasionados consumidores de granadas. En el siglo VII ya se hacían mudas para injertos de granados amarillos en los jardines botánicos de Córdoba, Al Andalus que llegó hasta aquí.

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