Aylan podría ser nuestro hijo
Generamos nuestra propia anestesia, esas defensas endógenas que hacen que, cuando ya no podemos soportarlo más, apagamos el televisor y volvemos a nuestras rutinas
Hace poco, recorriendo el serpenteante camino entre Porbou y Cerbère que siguieron los republicanos que huían de las tropas franquistas tras la caída de Barcelona en enero de 1939, no podía dejar de pensar en aquellas mujeres cargadas de hatillos que arrastraban penosamente a sus hijos y ancianos ladera arriba. Luego, en la playa de Argelès-sur-Mer, bajo un cielo encapotado, imaginé lo terribles que debían ser aquellas noches interminables de febrero a la intemperie, sin ropa, sin comida, durmiendo al raso sobre la arena mojada. En aquella playa había más de cien mil personas, encerradas entre alambres de espino. Muchos no sobrevivieron.
Estos días, he pensado mucho en Argelès. La historia se repite, y también las dramáticas consecuencias de la insensibilidad colectiva y de la incapacidad para reaccionar. Solo que ahora, todo es muy diferente. La tragedia se nos muestra con profusión de detalles, y sin embargo, podemos mirar sin llegar a ver. Las tecnologías de la comunicación, que nos permiten vivir en directo los grandes dramas de nuestro tiempo, actúan al mismo tiempo como un poderoso anestesiante. En primer lugar, por saturación. Las tragedias humanas se suceden a un ritmo tan vertiginoso que nos sitúan al límite de nuestra capacidad de asimilación.
La realidad es, además, enormemente compleja, pero se nos presenta en porciones de medio gramo. De modo que tenemos grandes cantidades de información, pero muy poca capacidad de comprensión. La información es necesaria, pero no garantiza el conocimiento. Y menos en una situación tan cambiante y compleja como la que ha llevado a cuatro millones de sirios a buscar refugio fuera de su país. Al principio Asad era el villano; ahora hay que salvar a Asad, porque el aliado inicial se ha convertido en un villano peor. Hace poco, Irán formaba parte del eje del mal. Hoy es un aliado imprescindible. Ante mensajes tan contradictorios, la racionalidad sufre y al final queda una sensación de impotencia que conduce a la pasividad.
De tanto en tanto, una imagen nos golpea con más fuerza de lo habitual y se resiste a abandonar nuestra retina
Pero a veces, en medio de este caos, la emoción viene a rescatarnos. Esa realidad compleja, inaprensible, irrumpe de repente en una dimensión emocional que da sentido a la percepción. Puede que no acabemos de entender el lío geoestratégico que se ha organizado en Oriente Medio, pero está claro que esa gente que lucha desesperadamente por subir a un tren, agarrando con fuerza a sus hijos pequeños en medio del tumulto, debe tener poderosas razones para huir. Esas imágenes nos hacen ponernos en su lugar, experimentar su desesperación. Pero nuestra capacidad de empatía también tiene un límite. No podemos estar permanentemente conmovidos por las sucesivas tragedias. Necesitamos generar nuestra propia anestesia, esas defensas endógenas que hacen que, cuando ya no podemos soportarlo más, apagamos el televisor y volvemos a nuestras rutinas.
De tanto en tanto, sin embargo, una imagen nos golpea con más fuerza de lo habitual y se resiste a abandonar nuestra retina. Casi siempre que eso ocurre, es porque esa imagen nos susurra al oído algo que nos estremece: ¡Podría haberte pasado a tí! Y así es. Aylan podría ser nuestro hijo. Ese niño que debería estar correteando detrás de una pelota en la playa y que ahora yace inerte sobre la arena, vomitado por un mar saturado de muerte, podría ser nuestro hijo. Todo en él nos resulta tremenda y angustiosamente familiar: sus bracitos, su ropa, sus zapatos... Y no nos resulta difícil imaginarnos allí, arrodillados junto a su cuerpecito, llorando desesperadamente por algo que ya es inexorable pero que podría haberse evitado. ¿Cómo ha sido posible? ¿Quién es el culpable?
Lo que hace insoportable esa imagen es que no es fruto del azar, del zarpazo de un huracán o de cualquier otra fatalidad inesperada. A este niño lo han matado. En primer lugar, quienes han obligado a su familia a huir. Pero también nosotros somos responsables, por nuestra inacción, por no ser capaces de organizar una acogida a los refugiados acorde con los tratados que hemos firmado y con los estándares de civilización de los que nos gusta presumir. Por nuestro egoísmo. Me cuesta imaginar la carita de los otros niños que se ahogaron en el mismo lugar que Aylan. Y no quiero ni siquiera pensar cómo estaría la de los cuatro que se asfixiaron, con otros 67 adultos, en aquel camión sellado. A ellos no les hemos visto. Como no hemos visto a otros muchos, y por tanto, no les hemos llorado. En este tiempo de tragedias televisadas, ver es sentir. Sentir es preguntar y eso debería llevarnos a actuar. A decir basta. A exigir respuestas. A ayudar.
Aylan, hijo mío, deja que te abrace antes de que te olvidemos.
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