Cultura catalana de proximidad
Como la mayoría solo leemos un libro al año, no sé si recomendar a Pla o a Estelrich para que nuestros compatriotas sean menos “plebeyos” cuando voten el 27 de septiembre
Como esas judías verdes de mata alta que se elevan al más allá, hasta juntarse con la cruz del Matagalls, la cultura catalana viene alentando el producto de proximidad. Esas judías regadas con agua del Montseny que compramos a 6,50 euros, mientras hace unos días las hemos pagado a la mitad en Santa Cruz de Tozo (Burgos), siete habitantes en invierno. Sin duda, las judías catalanas de proximidad están por las nubes..., y nadie nos asegura su excelencia genética frente a las burgalesas. ¿Y el sabroso manjar cultural? Ahí, ese fenómeno de proximidad es, como diría Ortega, la radicalidad individual, la de cada cabeza, una suma de memoria e historia.
Éramos expertos en las bellas artes y somos amnésicos y episódicos, una tómbola de gestores y promotores culturales. No sabemos de dónde proceden las piedras del claustro de Mas del Vent ni dónde para la pinacoteca del palacio del Marqués de Alella. Ojalá estos misterios fueran ejes de nuestros culebrones culturales, para concluir que las piedras de Palamós sean devueltas a Salamanca y que el legado de Julio Muñoz Ramonet sea explotado por sus hijas. Sería tronchante. Esta tórrida catalanidad ha producido una literatura secundaria tan escasa como la de los dos grandes seriales de proximidad: la esperpéntica corte de los milagros de Jordi Pujol y el proceso kafkiano de secesión.
Llega el verano y pienso en un fraternal amigo historiador, que me echó varios capotes para averiguar por qué Felipe III pasó por Montserrat para celebrar tornabodas con Margarita de Austria, un asunto de hace cuatro siglos. ¿Existía entonces Cataluña? Mi amigo ha llegado a media tarde y hemos salido a pasear. Le he enseñado las judías de mata alta, pero, como es historiador, las metáforas no le interesan. Hemos visto un cartel que decía en catalán: “Quiero un país pequeño que entre todos haremos muy grande”. No le he preguntado qué pensaba de esa tierra de promisión. Como experto en nuestra historia le habrá dado la vuelta a la tuerca: “Este era un país grande que entre todos hemos hecho y haremos muy pequeño”. Simple artificio retórico. Yo me he refugiado en el libro chino traducido por Joan Ferraté: “Quiero un país pequeño y con poca gente...”. Extrañas coincidencias.
Una encina en forma de uve de victoria que sirvió de inspiración a algún independentista en 2014 destacaba en un bosque animado de grajos. Oscurecía y hemos volado al mas Rusquelles. En la galería, nos hemos retratado frente al azul y malva de la montaña de amatistas. Aquí, hace cien años, Jaume Bofill y Mates y Josep Carner hablaban de política y de literatura. Eran hombres de país y de cultura de proximidad. No queda rastro de ellos. Y eso que, como escribió Gabriel Ferrater, la patria de los catalanes son las palabras de Carner.
En casa nos esperaba otro amigo, notario a tiempo completo de la historia catalana. Cena agradable, entre platos de judías verdes de proximidad. Sobrevolaba en la conversación una duda: ¿Todas las encinas llevan a una Cataluña sin España? ¿Por qué nadie ha contestado? Antes de levantarnos, he soltado mi última chifladura: me hago independentista si “una mayoría de votos” (CUP), es capaz de escribir un verso de Josep Carner en su papeleta. ¿Sí? Lo dudo. Cuando se marchan, me vence la melancolía. Nosotros no somos votantes sino lectores.
Con mi amigo historiador comparto la devoción por la terca y tersa literatura de proximidad de Josep Pla y el compromiso de leer en agosto un volumen de sus obras. Con el notario, me une la erudición catalanista. He rebuscado entre los libros que tengo a mano y he encontrado dos: Viatge a Catalunya de Josep Pla y Fènix o l’esperit de la Renaixença de Joan Estelrich. Ambos vienen de perlas en este exultante momento de banderas y proclamas. Los dos son de 1934, un año jodido para España.
Del Viatge a Catalunya, me quedo primero con la preposición, tan bien elegida, ya que supone una proyección mental de la Cataluña que Pla se ha pateado y es capaz de imaginar, ceñida solo a cuatro comarcas. Sus modelos confesos son Heine, Stendhal y Borrow, aunque el libro se queda chato como un ocho. Me apunto sus comentarios sobre Vic, porque me veo reflejado como un cisne: “Ampurdanés por los cuatro costados, sospecho que mi ansia de orden y paz se podría reducir a Vic... Ciudad cerrada, silenciosa, beata”. Hoy es igual, con esteladas y Marta Rovira entre horchatas en la plaza mayor. Joan Estelrich, por su parte, escribe a golpes de pluma excelsa Fènix o l’esperit de Renaixença, una ristra de conceptos sencillos pero lapidarios que parecen recién paridos: “No hay nada grande en el futuro que no esté preparado en el pasado” o “¿Hemos de ser más catalanes?” o “Aversión a todo despotismo, sobre todo si es plebeyo”. Tengo la sensación de haber leído ya estos apotegmas, pensados para la molicie del probo catalanista, en los dietarios de Valentí Puig.
Como la mayoría de nosotros solo leemos un libro al año, no sé cuál recomendar a nuestros compatriotas para que sean menos “plebeyos” cuando vayan a votar el 27 de septiembre. Los dos son de rigurosa proximidad, y más saludables y esenciales que cualquier pócima casera con la que unos y otros quieren intoxicar nuestro ser o no ser.
Manel Martos es doctor en Humanidades y editor de RBA.
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