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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La memoria obligatoria

Una sociedad que obliga a recordar y que amenaza con exponer todos nuestros rincones de intimidad puede llevar a unos niveles de autocensura tan injustificables como indeseables

Se habla mucho del derecho al olvido y la posibilidad de eliminar registros electrónicos que puedan resultar perniciosos para alguien. Pero debatimos poco sobre la otra cara de la moneda del olvido: la memoria.En las últimas semanas la entrada de personas nuevas a las instituciones ha puesto sobre la mesa una de las consecuencias del registro permanente de nuestras actividades y pensamientos, que es nada más y nada menos que la imposibilidad de pasar página, dejar esas actividades y pensamientos atrás. De reinventaros. La memoria como algo obligatorio.

Guillermo Zapata, cuyo caso acaba de ser archivado, ha tenido que renunciar a jugar el rol al que aspiraba en el gobierno de Madrid por una serie de tuits de 2012. Las redes sociales le han obligado a recordar una conversación antigua y a dar explicaciones. En la sociedad de lo visual, un tuit impreso tiene una fuerza mucho mayor que unas declaraciones, y su supuesta veracidad es más próxima a la de las fotografías. Vale más que mil palabras.

Pero el caso de Zapata no es el único. En el imaginario popular ha quedado el vídeo íntimo de Olvido Hornillos, la exconcejala de Yébenes a quien esa filtración no autorizada le cambió la vida. La exposición de su intimidad, y la imposibilidad de dejar atrás ese episodio, la llevó a abandonar su actividad política y a abrirse camino en el único ámbito que le iba a permitir la memoria obligatoria: la sobreexposición televisiva, los desnudos y la novela erótica. Ante la imposibilidad de reinventarse, de olvidar, Hornillos tomó el único camino que encaja con el personaje que de ella ha creado su interacción con la tecnología: el destape. Igualmente, Zapata tendría seguramente abiertos todos los foros de humor negro en los que quisiera aparecer. Vidas marcadas por la imposibilidad de olvidar.

Lo que hoy, en un contexto concreto y con un público limitado, es un acierto, mañana, fuera de contexto y con un público indeterminado, puede ser un error de consecuencias incalculables

Algo parecido le ocurrió a Paris Brown, una muchacha británica que en 2013, con 17 años, fue elegida como la primera representante de los jóvenes ante la policía de Kent. Después de superar un proceso de selección y de ser elegida para el cargo, los medios rescataron tuits escritos cuando tenía entre 14 y 16 años en los que hacía afirmaciones que algunos interpretaron como inapropiadas. Brown tuvo que dimitir de su primer trabajo antes de haber empezado.

Los ejemplos de vidas truncadas por la memoria obligatoria son innumerables. Y, sin embargo, a muchos de los que no han visto aún una relación, un trabajo o un proyecto de vida peligrar, la privacidad y el control de su actividad online sigue pareciéndoles algo que no va con ellos. “No tengo nada que esconder”. ¿Seguro? Los casos descritos demuestran que sencillamente no tenemos ni idea de si tenemos algo que esconder. Lo que hoy, en un contexto concreto y con un público que asumimos limitado, es un acierto, mañana, fuera de contexto y con un público indeterminado, puede ser un error de consecuencias incalculables. La memoria de Internet, de momento, ni da segundas oportunidades ni entiende de derechos.

Pero una sociedad que limite la participación política de quien haya osado opinar o mostrarse en las redes sociales o mediante medios digitales es claramente una sociedad que incumple los principios y valores básicos de cualquier sistema abierto y que quiera promover la participación. Para quien no tenga aspiraciones públicas, una sociedad que obliga a recordar y que amenaza con exponer todos nuestros rincones de intimidad puede llevar a unos niveles de autocensura tan injustificables como indeseables. Ese debería ser el debate.

Al final, el registro online de nuestras actividades y pensamientos no entiende de limitaciones ni de espacios públicos ni privados. En esta pecera en la que nos metemos diariamente, nuestras vidas se hacen cada vez más transparentes y las posibilidades de desconectar, de cambiar de opinión o de olvidar empequeñecen. Es posible que el derecho al olvido, en su desarrollo legal actual, no sea ninguna solución definitiva, pero pone sobre la mesa y nos invita a plantear y abordar cuáles son las consecuencias legales, sociales y éticas de la proliferación de los mecanismos de registro de la vida cotidiana. Idealmente, este debate estaría en el orden del día de todos los órganos sociales y políticos en los que se dirimen derechos fundamentales o se abordan los retos de colectivos vulnerables como los jóvenes. En la menos ideal realidad, no obstante, parece que sólo prestamos atención cuando la memoria obligatoria se cobra una, otra, víctima.

Gemma Galdon es doctora en Políticas Públicas

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