Cuando la música aplasta
El apabullante concierto de Chemical Brothers cerró la primera jornada del Sónar
La arrolladora actuación de The Chemical Brothers en la noche de ayer cerró la primera jornada del Sónar, clausurada en medio de la algarabía de una multitud que consiguió su entrada a la vieja usanza, participando en un concurso. Eso provocó que el perfil de la asistencia al concierto nocturno del dúo electrónico fuese más popular, distante del aire Erasmus más propio, con matices, del Sonar diurno. Como ya es habitual en los últimos años, la noche del jueves tuvo sólo el plato fuerte de una banda, en este caso Chemical, que estrenaron mundialmente de forma oficial su nuevo espectáculo, un desparrame de luz y sonido propio de una electrónica casi corpórea.
Rompiendo la tradición, la puntualidad no orló la noche, y Chemical Brothers iniciaron su actuación con casi quince minutos de retraso, ¡pero cómo la iniciaron! Ante el éxtasis de la multitud Hey Boy, Hey Girl, uno de sus temas icónicos, puso en estado de agitación a la masa, que ya de entrada se puso literalmente a botar. Y eso que las pupilas dilatadas no marcaban la pauta. Era tanto el griterío que pese a que la música sonaba a un volumen atronador, la masa lo contraprogamó con su empatía vocal. Un espectáculo dentro de otro espectáculo. Para bajar un poco la tensión, el grupo metió uno de sus temas nuevos tras el hit, y EML Ritual tranquilizó algo el enorme hangar del Sonar nocturno. Pero fue casi un espejismo.
Y es que la electrónica de Chemical Brothers es de puño. O de zapatilla si se prefiere. De puño porque sus estribillos y la potencia de su puesta en escena provoca que los puños se disparen en una muestra de adhesión; de zapatilla porque es la suela de éstas la que se desgasta gracias al baile. La cuestión es que el dúo triunfó por aplastamiento, ahogando con láseres, visuales resultones, que no originales, y unas canciones que parecen fruto de haber regado con testosterona un ordenador. El pulso firme y duro de sus cortes, con “Do It Again” y “Go”, otro tema nuevo, siguió la juerga, el, reitérese, volumen ensordecedor, lo físico de sus ritmos cuadrados y la nula especulación de su propuesta, obvia y rotunda como unos garbanzos con callos, resultaron irresistibles. Una verdadera patada. Añeja, superada por el tiempo y sutil como un bofetón, pero patada efectiva al fin y a la postre. Incluso con los nuevos temas la pasión del respetable no bajó enteros, quedando en entredicho que aquello que sale gratis, o casi, no es disfrutado. Eso, con Chemical Brothers, no fue así.
Pero el Sonar había comenzado horas antes, bajo el sol, que inclemente volvía a anunciar la llegada del verano coincidiendo con la nueva edición del festival. Pero las primeras horas estuvieron marcadas precisamente por actuaciones que no tuvieron lugar al aire libre, sino en los escenarios del Sonar que recuerdan bien a salones reales, caso del Hall, o a auditorios, por ejemplo el Complex. Allí se desarrollaron varios montajes que en el fondo lo que pretenden es definir una puesta en escena que tenga relación con la electrónica, escapando de los patrones escénicos del rock, hasta ahora máximo definidor de lo espectacular en directo. En este sentido destacaron las actuaciones de Uwe Schmidt y Robin Fox con su montaje Double Vision, el pase de Koreless y, de manera muy especial, la actuación de Arca y de Autechre.
Por partes. Para ingresar en el Hall luego de estar en el Village, al aire libre, hace falta un proceso de habituación a la oscuridad. Para lograrlo se suele pisar o tropezar con algunas piernas pertenecientes a los cuerpos que están tirados por el suelo, entiéndase que están tirados, no abandonados, el festival aún no ha acumulado muchas horas y todo el mundo aún mantiene dominio sobre su humanidad. Una vez la vista se ha hecho a la roja oscuridad imperante, rojo y oscuro se diría de tratarse de un traje de luces, Schmidt y Robin regalaban un montaje audiovisual pautado por un sonido elevado a base de capas, algo así como ir acumulando un ladrillo sobre otro para construir una torre cuyo final se pierde allende las nubes. En realidad era música deconstruida, sonidos angulosos y crípticos que se hacían forma mediante el lloroso caer de códigos en pantalla a la manera de Matrix y figuras geométricas que no evocaban a nada más que a sí mismas. Sonido duro que en el Sonar ya es habitual, no asustando a nadie. Y si alguien lo hacía disimulaba. Aunque en el Sonar es difícil no sorprenderse, resulta sorprendente que alguien manifieste sorpresa. En todo caso la muestran los debutantes en el festival.
Más tarde, en ese mismo escenario, la actuación de Arca fue bastante impresionante. Se suele decir hasta el hastío que hay artistas que consiguen su propio sonido. Se dice tanto que nada significa. Sin embargo este productor de Caracas suena, realmente, a él mismo. Sus sonidos, algo enervantes pero sin embargo con un punto evocador e incluso romántico, pautados por bajos vibrantes arrítmicos que hacían ondear el tímpano como una bandera en medio de un huracán, eran acompañados por los excelentes visuales de Jesse Kanda. Con imágenes que recordaban endoscopias y, de manera muy especial, proyectando cuerpos azul cobalto parcialmente desfigurados, con zonas llenas de malsanas protuberancias o nalgas tamaño Kardasian, lustrosas y descomunales, los sonidos de Arca empujaban a una cierta desazón, todo y que muy llevadera, nada desasosegante. Los temas de “Xen”, el nuevo disco, se llevaron la palma, pero Arca, ataviado como para protagonizar un show sadomasoquista, presentó un tema nuevo. A esas alturas parte del público había desfilado hacia entornos más confortables.
Uno de ellos, antes de la actuación de Kanda, fue el propuesto por Koreless y Emmanuel Biard, que en el Complex presentaron su espectáculo The Well. Si en Double Vision sus protagonistas no estaban en escena, algo propio del inicial anonimato de la primera electrónica, en The Well ambos hacedores se sentaban en el escenario como si fuesen a hacer yoga. Los sonidos que llenaban el recinto eran muy evocadores, casi planeadores, sonidos sin excesivos ángulos, incluso vaporosos. Las luces, repartidas en la sala por medio de haces refractados en el humo, redondeaban un discurso casi plácido, todo y que también había repeticiones propias de un error informático y ritmos quebrados. En la parte final del show, una enorme bola discotequera de espejos rebotó los láseres en una apoteosis no bailable que marco el punto álgido de la actuación.
Pero lo mejor fue el concepto de espectáculo de los veteranos y clásicos Autechre, que actuaron completamente a oscuras, sin ninguna luz ni en el escenario ni apenas en la sala. Era una forma de negar el propio espectáculo, su necesidad misma, sumergiendo la sala entera en una oscuridad anónima en la que técnicamente no había diferencia entre escenario y platea, entre público y artistas. Si a ello sumemos el carácter abstracto de la propuesta musical, sin ritmos previsibles, torrencial y fragmentada, fruto de dejar brotar un magma de apariencia caótica. Fue la otra cara de las evidencias de Chemical Brothers, pero ambas fórmulas convivieron bajo un mismo paraguas llamado Sónar.
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