Los hombros de Manuela
La jueza que un día llegó a ser alcaldesa de Madrid no pierde la sonrisa ni siquiera por las polémicas diversas y desengaños que han marcado el inicio de su mandato
Días antes de recibir la carga de mandar en el Ayuntamiento de Madrid, Manuela Carmena servía agua en el jardincillo de su casa, al lado de donde recibió a su coetáneo José Mujica, expresidente de Uruguay. Mientras derramaba el agua con la paciencia con que aconsejaban Tip y Coll manejar ese líquido, Manuela Carmena (a quien le gustaría que todos la llamaran Manuela y la trataran de tú) sonreía con dolor; era feliz y sufría, como las madres esforzadas o como los niños bien educados, que no explican lo que sufren para no herir a los otros.
Lo que le pasaba a la jueza que un día llegó a ser alcaldesa es que tenía una tendinitis aguda, producida quizá por ese bolso enorme al que ahora se han unido las carpetas azules en las que lleva, a bordo del suburbano, los asuntos pendientes, algunos de los cuales le quemaron en las manos nada más llegar a la alta responsabilidad institucional que le ha tocado.
Ese rictus de dolor no la abandonó esos días, pero como entonces, por amabilidad institucional y por sensibilidad íntima, sigue siendo sustituido por una sonrisa que la acompañó en trances tan duros como su debate, ríspido a más no poder por la parte contraria, con Esperanza Aguirre u otros encuentros en los que ella ha mantenido el tipo como si no le doliera el hombro.
Así siempre fue por la vida, desde joven; sus amigos la recuerdan con esa sonrisa cuando les enseñaba a enfrentarse a la dictadura; así fue, sonriente como si no pasara nada, cuando se adentró en la vida carcelaria siendo a la vez jueza y maestra. Así dejó la carrera judicial, como si no le pesara el pasado, y asumió el futuro demostrando que sus hombros aguantaban también el cambio de tercio que impone la edad reciclando imágenes, vestidos y actitudes.
Ahora esta Manuela, la que pide que la traten de tú porque sirve al público, se enfrenta a una carga que parece más poderosa que sus hombros. La tendinitis ya no es una cuestión derivada del peso de las carpetas y de los bolsos; al contrario, esa es ahora una carga ligera para esta mujer que parece peinarse con las manos y que por eso lleva una diadema que le aleja los cabellos de los ojos.
En ella nada es impostado, ni el dolor; cuando la eligieron alcaldesa, sometido a la necesidad de buscar una metáfora de su actitud, este cronista halló una frase que Hemingway encontró para un personaje femenino: “Conoció la angustia y el dolor, pero nunca estuvo triste una mañana”.
Esta mujer conoció los cristales rotos (que decía Enzensberger) de la España de la Transición; por un punto de casualidad no sufrió la perversa anomalía del terror aquellos días de Atocha, en 1977; que luego se le haya hurtado también el ámbito de ese sufrimiento como si fuera una brizna de brisa en la nada desdice mucho de la memoria democrática que se les supone a sus agrios oponentes. Que esta mujer que dejó de ser comunista cuando le dio la gana haya tenido ahora que quitarse de los hombros esa sombra opaca de los sóviets que le lanzó la más pugnaz de sus contrincantes, sólo llama a preservar el respeto que personas de esta categoría merecen. Que se haya olvidado que Manuela Carmena estuvo en la lista atroz de ETA y se la acuse, al contrario, de ser secuaz, sólo maldice la condición humana tergiversada de la política que vivimos.
Los últimos incidentes, que Manuela ha afrontado, en medio de polémicas diversas y de desengaños de los que seguramente alguna vez dirá su memoria, han sido solventados con la galanura de su manera de ser; porque en ningún momento, ni en aquellos en los que pudo haberse mostrado rompiendo papeles, ha abandonado la serenidad con la que servía agua mientras el rictus de su cara denotaba el enorme dolor de su hombro lesionado.
Es un tiempo en el que Carmena, Manuela Carmena, ha venido con una ilusión que concentra las esperanzas de muchos otros (de los que no la hubieran votado, precisamente). Podría dar la impresión de que lleva en el cargo más tiempo que su tendinitis, y a partir de ahí le lanzamos dardos hasta cuando duerme. Es, en este momento, la mujer del año y no lleva ahí ni cuatro noches.
Pedir paciencia a los que ahora la zahieren, a los que no le dan ni agua, es simplemente darle lo que ella ha dado siempre incluso a los que la quisieron denostar como si no fuera Manuela Carmena.
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