La ley de la contigüidad
Desde que ha muerto Hermida le pregunto a todos mis amigos si vieron en su día la llegada del hombre a la Luna
Desde que ha muerto Hermida le pregunto a todos mis amigos si vieron en su día la llegada del hombre a la Luna, que Hermida, como han subrayado sus necrológicas, retransmitió para los españoles. Y todos responden: sí, claro que lo vi. Busco amiguitos que aquella noche prefirieron acostarse.
Como yo. No quise avalar el prestigio de la técnica con mi decisiva anuencia. La programación, decidí, no valía la pena de trasnochar: el banal acontecimiento no iba a evitar el próximo fin del mundo ni a resolver mis problemas adolescentes —tenía 13 años—-. Y me parece que así pequé, en efecto, de orgullo —"¡o Armstrong, o nada!"— pero hice honor al espíritu crítico y disidente que debe animar al joven, a diferencia de seiscientos millones de seres humanos que en aquella ocasión fueron sumisos, pastoreados por un ingeniero de la NASA y por Hermida. El "sí" ecuménico fue ver la tele, y el "gran rifiuto", acostarse. Me atrevería incluso a decir que aquella noche los héroes de la Humanidad fuimos, en primer lugar, Neil Armstrong, Buzz Aldrin, Michael Collins y luego la minoría arrogante de los que nos negamos a contemplar la secuencia.
En un pasaje especialmente logrado de Tot allò que una tarda morí amb les bicicletes" Llucia Ramis explica cómo un día de 1986, ella y otros niños de su familia, sentados ante la tele en su casa familiar de Mallorca para ver despegar el Challenger, de cuyos siete tripulantes conocían al dedillo nombre y apellidos, vida y milagros, pues gracias a la información que sobre la misión del Transbordador espacial había circulado profusamente y a las fotos y reportajes en que se les veía siempre sonrientes, fuertes, sanos, habían pasado a formar prácticamente parte de la comunidad infantil como hermanos mayores ideales, se quedaron estupefactos ante la catástrofe: la explosión retransmitida durante tres silenciosos e interminables minutos que les anunciaba, como un signo terrible en la pared, el final de fiesta, la verdadera naturaleza del porvenir. Y con instinto certero para la metáfora comenta Ramis que a la generación de sus padres "les hicieron ver que podían tocar la Luna", mientras que a la suya se les mostró que se explota en el aire, enseñanza brindada por la televisión, que a renglón seguido dio paso a las aventuras de Espinete.
Lo cual confirma mis prejuicios sobre el alunizaje: como la guerra de Troya, no tendrá lugar. Pero me da para más meditaciones: ¿Y si en realidad las cosas no sucedieron tal como las recuerdo, y si aquella noche de 1969 no me quedé en la cama por pundonor y espíritu crítico sino por temor a un fracaso monumental, la explosión de la cápsula Apolo XI y la muerte de los héroes? ¿O porque no valoré lo que 600 millones comprendieron instintivamente: la excepcionalidad de un instante irrepetible? Aquel temblor de la imagen, aquellos saltitos… Asustada por la posibilidad de equivocarse, la inteligencia crítica se interroga a sí misma y se escudriña por ver si encontrará, escondida en lo más hondo de sí misma, la estupidez. El orgullo, precisamente porque es tan vulnerable, se vuelve como un guante y se convierte en autoirrisión. Las galas del héroe se pueden confundir con el pijama del payaso. Es el tema de mil novelas, y el temor siempre latente del escritor: ser ese poeta engolado que vive enfrente de mi ventana y en el piso debajo de un piso de tolerancia, de manera que a menudo veo a las chicas en el balcón, vestidas con saltos de cama y batitas, fumando y cotorreando muy ordinarias, y debajo el poetastro teclea en su ordenador, ceño fruncido, cachimba en la boca…
En cuanto a Jesús Hermida, alcancé a verle en carne y huesos, muy cerca de mi domicilio en Madrid, en una ruidosa cafetería de General Oráa, a final de la década de los noventa, acompañado de una de las azafatas o periodistas que alegraban su programaa la que leía la cartilla por los errores que ésta había cometido aquella noche en antena. Me chocó que fuese tan bajito, y que se envolviese con una elegante, negra capa española, de la que de vez en cuando se veía una llamarada del forro de seda roja. Aunque quizá la capa la llevaba otro cliente, y en la turbiedad de la desmemoria se la he traspasado a él. En fin, le queda bien. Muy severo y disgustado pero sin mover un músculo facial, regañaba a la muchacha, que a duras penas podía retener las lágrimas, le palpitaban las aletas de la nariz… ¿Hubiera debido entonces parecerme Hermida desagradable, poco caballeroso, un jefe tiránico? Pues no. Pensé que la escena confirmaba lo que de Hermida todos sabemos: que era un gran profesional. Claro que para llegar a esta conclusión más me hubiera valido aquella otra noche levantarme de la cama y ver el alunizaje. En cualquier caso, por la ley de la contigüidad desde entonces asocio esa escena de Hermida en la cafetería de General Oráa con el primer paseo del Hombre por la Luna.
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