La pátina frágil de la civilización
Pese a la experiencia del siglo XX, millones de europeos creen ilusamente que tienen garantizado el progreso
Hollywood nos ha enseñado a ver el final de la II Guerra Mundial como una vuelta a la sensatez y la calma tras el infierno que asoló Europa, al socaire del Plan Marshall y del espíritu de concordia que acabaría fraguando en el embrión de la futura Unión, hoy amenazada por fuera y por dentro. Los rostros cincelados de sus estrellas encarnan en el imaginario colectivo la versión optimista del “amigo americano”, ese heroico ensueño que habría venido al rescate de un continente reducido literalmente a escombros, aunque capaz de resucitar al poco, cual ave Fénix, tras recobrar la cordura como por ensalmo. La más devastadora contienda conocida habría alumbrado el mayor periodo de prosperidad europeo, final feliz que supuestamente confirmaría la tan unánime como infundada fe en la mejora inexorable del mundo, entrañada en el mito del progreso.
Muy distinto, no obstante, fue lo que en realidad ocurrió durante la década posterior a la liberación de Auschwitz, como revela la lectura de Continente salvaje (Galaxia Gutenberg, 2014), documentada investigación realizada por el joven historiador Keith Lowe cuya sobriedad, ponderación política y concernimiento moral recuerdan las cualidades que el añorado Tony Judt mostró en su clásico Postguerra. Y cuya escalofriante, sobrecogedora exposición de ese largo y desconocido purgatorio traen a la memoria las que Timothy Snyder ofreció hace pocos años en Tierras de sangre, a propósito del demente genocidio que a principios de los años treinta, en un amplio territorio comprendido entre Polonia, Bielorrusia y Ucrania, causó el choque entre los totalitarismos nazi y soviético.
Como el soberbio estudio de Snyder, el de Lowe suscita en el lector una mezcla de estupefacción y horror, porque además de la conocida destrucción de la industria, la agricultura, las ciudades y las vías de transporte, la II Guerra Mundial desencadenó una calamidad más terrible aún, y mucho más ignorada: la del frágil tejido moral sin el que la vida humana digna de tal nombre se degrada en inhumana existencia, cuando no en irreparable exterminio.
Al contrario de lo que las mayoritarias creencias suponen, el horror no acabó con el suicidio de Hitler en su búnker y con la liberación de los supervivientes de Treblinka y Mauthausen: al menos hasta mediados de los años cincuenta, millones de europeos sufrieron hambre y horrendas privaciones, desamparo o reclusión, persecuciones y exilios forzados, deportaciones étnicas masivas, esclavitud y torturas, sevicias y violaciones padecidas por millares de mujeres, amén de incontables ejecuciones sumarias impulsadas por la indiscriminada venganza, cuando no por la pura abyección. Denunciados hace pocos años por Paul Preston en El holocausto español, los horrores de nuestra posguerra se multiplicaron al este del Rin y el Danubio, debido a la caída en la barbarie que sucedió al apocalipsis.
Aunque demasiados artistas y pensadores tardaron en asumirlo, un puñado de ellos —Horkheimer, Adorno o Camus— repararon en seguida en que esa nueva y oficiosa guerra de los 30 años, los incluidos entre 1918 y el periodo que Lowe estudia, acarreó trascendentes efectos. En primer lugar, porque hizo trizas la utopía del progreso sin vuelta atrás acuñada por los filósofos de la Ilustración, convencidos de que la endiosada Razón sería por sí sola capaz de guiar a la entera humanidad, a través de una senda de creciente educación, igualdad y justicia, hacia un horizonte de perpetua paz y emancipación. Y después porque, al revelar que ese progreso es siempre susceptible de abrupta regresión, mostró cuán quebradiza y vulnerable es la civilización, ese delicado edificio político, ético, económico e institucional que el calvario de las dos guerras mundiales —y de sus terribles posguerras— redujo a cenizas.
El lector llega exhausto a la última página de Continente salvaje, no solo trastornado por el minucioso exposé, sino alarmado por la luz que sobre el tiempo presente arroja ese periodo mixtificado por la maniquea propaganda oficial, durante más de medio siglo obcecada en achacar la culpa de todos los males al nazismo alemán —de lejos el principal, aunque no el único de sus responsables—, y así eximir de ella a los incontables sujetos y colectivos que participaron en el incendio, así como a los Estados que atizaron sus llamas.
Desde entonces, por vez primera, millones de europeos han disfrutado una paz y prosperidad relativas que siguen dando ilusamente por descontadas, imbuidos de ese pensamiento mágico que supone garantizado el progreso, a pesar incluso de los pesares que la vigente crisis desata. ¿Es que los políticos, financieros, empresarios y ciudadanos corruptos que han arruinado la economía y minado la esfera pública ignoran los horrores pasados y los presentes peligros? ¿O acaso son perfectamente conscientes de él, y de que su proceder mina las vigas maestras del edificio y sus mismos cimientos? ¿A qué nuevo precipicio nos lleva su cinismo desfachatado, su estupidez y su indecencia?
Albert Chillón es profesor de la UAB y escritor.
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