La historia no está para eso
La memoria no es ni un fin en sí misma. Debemos recelar de quienes sostienen que evocar el pasado nos carga de razón
Que vivimos en sociedades plurales es un lugar común que está lejos de constituir una afirmación inocua o exenta de consecuencias. Y aunque mucha gente, por la alegría con la que maneja el tópico, parezca creerlo, lo cierto es que quien mantenga dicha afirmación queda vinculado por la misma. Porque si aceptamos, por ejemplo, la existencia de una pluralidad de perspectivas éticas coexistiendo en el seno de una misma sociedad, de inmediato se perciben los problemas de orden práctico que ello plantea.
La tolerancia fue durante una época el concepto-bálsamo que intentaba suavizar los inevitables conflictos entre las diversas perspectivas pero, por su propia naturaleza, aunque tal vez resultara de utilidad para que —en sentido figurado, claro— no llegara la sangre al río, no permitía resolver el problema efectivo de dilucidar qué normatividad debe ser la que se imponga para resolver tales conflictos cuando estos abandonan el estatuto de meros debates teórico-doctrinales (por ejemplo, sobre el multiculturalismo) y dan lugar a dificultades reales.
Sin duda como reacción a lo que bien podríamos llamar este desfondamiento normativo (o, por desplegar el contenido de la formulación, esta ausencia de un fundamento último universalmente aceptable en el que basar nuestras normas de cualquier orden) han surgido muchas instancias dispuestas a tomar el relevo de aquellas viejas trascendencias teológicas que tan eficazmente cumplían en el pasado la función de decirnos lo que teníamos que hacer, especialmente en caso de duda o confusión. Una de las que ha obtenido mayor predicamento de un tiempo a esta parte ha sido la historia. Así, otro tópico, tan generalizado como el señalado al principio, es el que, para justificar la utilidad de la misma, sostiene que los pueblos que olvidan su pasado están condenados a repetirlo (una máxima de Santayana, en realidad).
Tras la traca historicista del pasado 2014 (precedida, para calentar motores, del inefable simposio España contra Cataluña), todo el mundo entenderá por estas latitudes de lo que estamos hablando. Da la sensación de que se le está atribuyendo un lugar normativo-tutelar, nunca del todo explicitado como tal, a la historia, a la que algunos han llegado incluso a convertir en un nuevo deber, el famoso “deber de memoria”, ahora justificado en términos pragmáticos, de tal manera que al pecado de la desmemoria le correspondería la penitencia de la repetición de los errores.
La memoria no es un fin en sí misma. Ni siquiera un bien en sí misma
Que esa justificación de la historia aparentemente pragmática no termina de resultar convincente lo acredita el hecho de que no está nada claro que los recuerdos nos eviten la reiteración (hay incluso refranes al respecto sobre hombres, piedras y tropezones persistentes). En el fondo, tras la reconvención a recordar late un supuesto que resulta difícil de aceptar, y es el de que el recuerdo es como un objeto físico que se puede mostrar y cuyo signo resulta evidente por completo, de tal manera que si el recuerdo lo es, pongamos por caso, de algo horroroso, resulta automáticamente disuasivo.
Disponemos de demasiadas muestras del incumplimiento de lo anterior como para que haga falta demorarse en el asunto. El carácter de construcción de nuestros relatos del pasado, su vinculación con nuestra necesidad de coherencia, son rasgos conocidos, que, aunque no deberían arrastrarnos a un relativismo banal (modelo “cada uno habla de la feria según le va en ella”), sí al menos deberían hacernos estar prevenidos para no seguir refiriéndonos a la historia en términos groseramente realistas que no son el caso.
La memoria no es un fin en sí misma. Ni siquiera un bien en sí misma. Casi a modo de principio general podría afirmarse que una evocación del pasado que nos carga de razón, ratificando el grueso de nuestras actitudes y decisiones pretéritas, es una evocación de la que deberíamos recelar. En primer lugar, porque, si solo cumple esa función, no se puede decir que aporte conocimiento, sino que, a lo sumo, nos provee de reconocimiento. Pero, además, porque incumple aquello para lo que se supone que fue activada, esto es, evitar que perseveráramos en el error. Esto último solo es posible cuando la evocación deja de ser tan sospechosamente reconfortante y pasa a ser directamente inquietante, esto es, cuando nos sobresalta, nos cuestiona, nos hace dudar de lo que hasta ese momento dábamos por seguro.
Lo que equivale a decir, en definitiva, que en tiempos de incertidumbre convocar a la historia para que sea la fuente de una nueva normatividad es errar por completo el tiro. Semejante tarea la pueden llevar a cabo las caricaturas de la historia, pero no la historia misma. Caricaturas de las que, por lo demás, andamos sobrados por aquí. Tal vez sea por eso por lo que el Ayuntamiento de Barcelona decidió en su momento designar como máximo responsable de la programación conmemorativa del Tricentenario de 1714 al director de un conocido programa de humor, y que la Generalitat hiciera lo propio, para los mismos fastos, con alguien que se hacía llamar Mikimoto y era asimismo muy conocido por la vis cómica de la que hacía gala en sus apariciones televisivas.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la UB.
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