Los límites de la autogestión
Los vecinos aportan a la planificación urbana un intangible, los valores colectivos, pero los resultados son muy pobres
A mitad de la exposición hay una pieza de arte altamente simbólica. Es un caganer. De color plateado, el personaje representa la figura icónica, individual, del hombre que hace sus cosas sin preocuparse por nada. Pero resulta que este hombrecito está aposentado sobre una enorme tifa que triplica su tamaño y que lo enmarca como si fuera su mundo: es el símbolo de la depredación humana. Una caca son todas las cacas. No conseguí encontrar la firma del artista, pero lo que le daba a la pieza un extraordinario significado era estar ubicada entre las dos partes principales de la exposición “Catalunya-Ciutats”, en el Museu Marítim de Barcelona, dedicada al esfuerzo noucentista de planificación territorial y la evolución de la cosa. El caganer está justo entre esa planificación, racional y sensata, y el desarrollismo franquista. Entre la razón y el instinto, para entendernos.
La Mancomunitat, que es la que propone el Regional Planning —y lo nombran en inglés porque acá no se estilaba— quiere superar la cesura entre la Cataluña urbana y el país rural, y lo hace llevando civilización al campo: teléfono, carretera, biblioteca. Se planifica mucho más: el tren, las zonas de cultivo, el paisaje, las áreas de crecimiento, en fin. Lo que esa generación dirigente tenía en la cabeza era un país equilibrado. Es una delicia ver los planos de una construcción monumental de Barcelona —con ese estilo retórico que presidió la Exposición del 29— y la delicadeza con que Rubió i Tudurí ordena el territorio. Pero es que mientras tanto, la Mancomunitat estaba poniendo orden y jerarquía en la cultura, estaba renovando la educación -—aquí están dibujadas las escuelitas populares— y creando un sistema eficiente de salud. Todo esto está en la exposición de manera tácita, a través de los papeles, que también son sueños. Y entonces aparece el caganer.
El desarrollismo franquista, que viene después de esa pulsión individual simbólica, es un desastre. No hay planificación sino codicia: ganar dinero explotando la riqueza natural, el paisaje, la costa. Construyendo una desmesurada área metropolitana que manda los equilibrios al garete. Construyendo de todo en todas partes.
Sigue la exposición con una vuelta a la sensatez, de la mano de la sensibilidad ambiental que aparece con la democracia. No es que todo se haya hecho bien, pero como mínimo hay conciencia de los excesos, incluidos los urbanos. Y finalmente culmina el recorrido con la propuesta actual de naturalizar las ciudades —jardines, huertos, corredores— y respetar el territorio, que es casi la misma propuesta que hacía la Cataluña noucentista: urbanizar el campo y ruralizar la ciudad. Lo grotesco es que esta actitud se ilustre con el proyecto de la Fundació El Bulli, que se va a construir en un parque natural gracias a una ley hecha a medida. Es decir, que vuelve a poner el glamour de un proyecto, que sin duda tiene interés, por encima de les decisiones sensatas que protegían ese espacio natural.
Con la reflexión que impone esta exposición, modesta en su formato pero interesante en el contenido, me doy una vuelta por Can Batlló, la fábrica agónica que ocuparon parcialmente los vecinos de La Bordeta hace tres años. Can Batlló tiene ya su planificación, acogerá equipamientos, espacios públicos, pisos y demás. Me interesa sobre todo ver cómo ha evolucionado la presencia vecinal. El huerto se ha trasladado y es más grande, y el resto —un bar, un taller, una biblioteca de libros leídos— está igual. Comprendo que la autogestión tiene unos límites: prácticamente cualquier espacio gestionado por la gente acaba en eso, un huerto, un sitio de reunión. Los huertos han copado el Pla Buits del Ayuntamiento, que cede espacios a la gestión vecinal. Can Batlló tiene hoy un aire cansino, hay jóvenes charlando, hay personas que llevan muchas batallas a cuestas. El espacio es sensato, pero no es atractivo.
¿Cuál es el problema del diseño urbano de despacho? Los vecinos aportan un intangible interesantísimo: aportan a sus proyectos valores colectivos. Saben lo que quieren y lo quieren en nombre de la comunidad, pero los resultados son muy pobres. Los técnicos municipales, por el contrario, saben lo que hacen, dan resultados excelentes, diseñan con gusto, pero les cuesta aportar el valor colectivo, porque no están pensando en esa dimensión.
Si se combinaran las dos pulsiones, el diseño urbano sería espectacular. Recursos, técnica, saber hacer más valores: todo se resume en una palabra, que es participación. Hasta hace poco los técnicos diseñaban solos, que quiere decir que aplicaban sus propios valores, que eran correctos pero impuestos. Hay mucha plaza banal en Barcelona, mucho espacio silencioso, mucho diseño divino. Tengo la certeza que, a partir de ahora, las ciudades se van a diseñar en nombre de los ciudadanos, con los ciudadanos, para los ciudadanos.
Patricia Gabancho es escritora.
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