Todas las familias felices
Es frecuente que uno se pregunte por la felicidad de de personas desconocidas
La famosa afirmación con la que Tolstoi abre Anna Karenina (“todas las familias felices se parecen, pero las desdichadas lo son cada una a su manera”) bien puede aplicarse en según qué ocasiones a buena parte de las familias políticas que asuelan a los ciudadanos, hasta el punto de que cabe preguntarse si era imprescindible sustituir a Alfonso Alonso como portavoz popular en el Congreso por un maleducado como Rafael Hernando y la medianía estrafalaria de sus sonrisitas, además de ser un tipo que acostumbra a asentir ante las palabras de Mariano Rajoy desde la Tribuna casi antes de que las pronuncie, como si no supiera de antemano lo que el jefe va a decir. Como es sabido, hay varios tipos de impostura en cualquier clase de actividades, públicas o privadas, que de alguna manera al cabo vienen a coincidir con intereses políticos.
Y así, es fascinante cómo un Eduard Punset, por ejemplo, se las apaña para colar fe, esperanza y no poca caridad en sus triquiñuelas acerca de la felicidad, ya que no es raro que ese personaje reitere una y otra vez que el cumplimiento del propósito de ser feliz depende de la voluntad que cada uno ponga en el empeño. Es lo que podría llamarse la trampa de la autosatisfacción, hasta el punto de que abundan los pregoneros mediáticos de la búsqueda de la felicidad que en el ejercicio de sus funciones llevan a pensar que, en efecto, no es difícil ser feliz de esa manera siempre que se sea un tanto estúpido y muy, muy animoso. Y, sin embargo, no es cierto que todos los instantes felices se parezcan, aunque sean televisados y menos todavía cuando lo son.
Es frecuente que uno se pregunte por la felicidad de personas desconocidas, ya sea al cruzarse con otros en la calle, ver en la tele ciertas cosas, estar atento a una conducta gestual que antes o después parece condenada a desmentirse. Contemplar desde cierta distancia a Rita Barberá en los ajetreos públicos de su magisterio es muy instructivo porque cuando no posa ante cámara ella misma desmiente el mensaje del qué bien que estamos y qué felices somos para dejar asomar un gesto agrio, tal vez algo de flato, que basta para desmontar el jolgorio habitual de la sonrisa. Carlos Fabra, ahora en posición descanso, caminaba con los hombros, que le servían de paso para lucir cintura no de bailarín precisamente y para simular que tenía los ojos depositados en el ombligo. Nada de todo eso era cierto, claro, y el asunto se limitaba a mostrarse desprovisto del temor a ser descubierto. Y acerca de González Pons, ahora de faena por Europa, lo que conviene preguntarse es si su expresión angelical se debe a la estrategia oculta de sus devociones o simplemente a la devoción particular por la ocultación.
Asunto peliagudo, el de la autoestima, cuando se interna en las intrincadas vías de la autoafirmación inmotivada. Porque así como nadie se ha creído jamás que el generalísimo Franco haya pescado en toda su vida ni un solo atún, resulta difícil aceptar que Alberto Fabra es algo distinto de Alberto Fabra mismo, con lo cual no es que esté todo dicho pero casi. Por no hablar sobre las recetas domésticas de la felicidad y su relación con el parado de 50 años y una familia a su cargo y a punto de ser desahuciado. Me pareció demasiado obsceno apelar a lo real de esa manera.
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