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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Corruptos y partícipes

Un Jaguar en el garaje o un palacete deberían producir en quienes se benefician de ellos cierta curiosidad sobre su procedencia

José María Mena

Las noticias sobre la corrupción política lo invaden todo. Hay corruptos por todas partes, de todas clases y dimensiones, desde el pequeño Nicolás hasta la familia real, desde veteranos líderes políticos históricos hasta políticos locales pícaros y oportunistas. Defraudadores y falsarios, ladrones al fin, de guante y cuello más o menos blanco. Nos abruma el aluvión de noticias sobre ingenierías financieras fraudulentas, artificios contables, cajas B, paraísos fiscales, prescripciones y complicaciones jurídicas incomprensibles.

Como es lógico, según nuestras leyes, siempre están obligados a devolver lo sustraído todos los responsables de un robo, una estafa, cualquier sustracción, y también los que se hayan beneficiado después ayudando a ocultar el fruto de la fechoría. Legalmente, siempre es obligatorio devolver lo robado. Sin embargo, la gente percibe la desmoralizante evidencia de que prácticamente nadie lo devuelve. Los sistemas de ocultación y aseguramiento del botín parecen inacabables y, sobre todo, inexpugnables.

Los sistemas de ocultación y aseguramiento del botín parecen inacabables y, sobre todo, inexpugnables

Para asegurar el fruto de las sustracciones los ladrones necesitan la ayuda de otros. Los corruptos, y todos los delincuentes de cuello blanco, también. Necesitan el soporte de terceros para esconder, transformar o repartir lo sustraído. Hoy ya nadie esconde el botín en cuevas de islas remotas como los antiguos piratas. Los de ahora tienen islas más accesibles. Sus cuevas son los paraísos fiscales, o simplemente reconvierten las ganancias fraudulentas en fruto de negocios aparentemente honorables.

Estos personajes que ayudan a los ladrones, y también a los de cuello blanco, lo hacen a cambio de participar en las ganancias, sabiendo que ayudan a un ladrón. Son intermediarios imprescindibles para cualquier delincuente, y también para los corruptos. Además de estos intermediarios, hay otras personas o entidades que simplemente se benefician del fruto del latrocinio, que no siempre saben, con precisión, el origen de la ganancia que obtienen. A veces solamente sospechan, a veces miran para otro lado, prefieren ignorar, y algunas veces ignoran.

Recientemente la opinión pública ha conocido una extraña expresión jurídica que hasta ahora no había aparecido en los medios de comunicación: la de “partícipe a título lucrativo”. Algunos malpensados creyeron que era otra complicación jurídica incomprensible, un nuevo truco inventado por un fiscal anticorrupción de Palma de Mallorca para socorrer a la Infanta, al borde del banquillo de los acusados. El fiscal acusa severamente al marido, pero exculpa a la Infanta, aunque la considera responsable por los beneficios que obtuvo, y le exige que los devuelva. Algo parecido les ocurre a Ana Mato y al propio PP, en sus respectivos procesos.

La justicia debería hacer algo más que conformarse con la fórmula pragmática de los partícipes a titulo lucrativo

La extraña expresión jurídica de “partícipe a título lucrativo” novedosa mediáticamente, no es reciente. Está en nuestros códigos desde hace casi ciento sesenta años. Es una inteligente solución práctica para los casos en que resulta imposible demostrar que el beneficiado con todo o parte del botín sabía que este provenía de la mano de un ladrón. Si no se puede demostrar la complicidad, por lo menos hay que recuperar lo sustraído. Es lo prioritario, según el Código Penal.

En la práctica, la mayor parte de esta gente beneficiada sobre la que no hay prueba suficiente de su complicidad, son cónyuges del ladrón o estafador, casi siempre esposas que a veces sospechaban, a veces querían ignorar, y algunas veces, verdaderamente, ignoraban. A esta gente es a la que el Código Penal llama partícipe a título lucrativo.

Muchas veces no es fácil distinguir a esta gente de los intermediarios que sí saben que ayudan a un ladrón, a cambio de participar en el botín. Las esposas que no son capaces de entender, o las que solamente sospechan, no pueden ser condenadas penalmente como cómplices de ayudar al cónyuge ladrón. El Tribunal Supremo dice que para mandar a la cárcel a alguien por ayudar al ladrón no basta con que la persona beneficiada tuviera la simple sospecha, duda o recelo. Hacen falta pruebas inequívocas de la certidumbre de la procedencia ilícita del beneficio con que se enriquece. El problema surge cuando la persona beneficiada prefiere no sospechar, no quiere saber, mira para otro lado, mientras sigue lucrándose.

Un rutilante Jaguar en el garaje, un flamante palacete en Pedralbes, una contabilidad paralela con reparto generoso de sobres-sorpresa, debieran producir a sus beneficiados cierta curiosidad sobre su procedencia, algo más que disfrutar de ello sin preguntar. Para la opinión pública ese disfrute mirando para otro lado sería, seguramente, una prueba inequívoca de conocimiento del origen delictivo. En tales casos la justicia debería hacer algo más que conformarse con la fórmula pragmática de los partícipes a titulo lucrativo. Aunque más vale eso que nada. Por lo menos que les declaren partícipes de la corrupción, escondidos tras una bochornosa fingida ignorancia.

José María Mena fue fiscal del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.

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