Lo malo y lo peor
Lo peor es que hay un estercolero en el que las setas venenosas de la corrupción brotan naturalmente, como una anécdota fatal
Es malo que la corrupción, extensa, transversal y sistémica parezca no tener fin ni remedio. Los recientes episodios de los Pujol, de las tarjetas negras, de los ERE andaluces, de Fabra y su aeropuerto, de la trama Púnica madrileña o los viajes de Monago, indignan tanto que nublan la visión de lo peor y dificultan la reacción colectiva frente a todo ello. Pero lo peor es que hay un estercolero en el que las setas venenosas de la corrupción brotan naturalmente, como una simple anécdota fatal, como un efecto colateral inevitable. Sólo cuando desaparecen del primer plano de la actualidad esos sucesos extraordinarios que nos abruman por su gravedad e inmoralidad, es posible ver el estercolero, observar esa estructura de convivencia en la que germinan la pícara desvergüenza, el turbio enriquecimiento desmedido y la consecuente corrupción.
Josep Fontana, nuestro lúcido e implacable historiador, en su libro El futuro es un país extraño nos da tres claves para entender qué es lo peor y por qué: la gran divergencia entre ricos y pobres, la puerta giratoria de los lobbies y el golpe de Estado oligárquico.
La primera clave es la que el economista Paul Krugman llama “la gran divergencia”, el proceso por el cual se produce el enriquecimiento gradual de los más ricos y el empobrecimiento de todos los demás. La pobreza severa alcanza el 6,4% de la población española, y el 12,3% vive bajo el umbral de la pobreza pese a tener un trabajo, objetivamente calificable como miserable. Un reciente informe de Oxfam Intermón denuncia que la fortuna de las veinte personas más ricas de España equivale a los recursos de los catorce millones de personas más desfavorecidas.
Los intereses de los poderes financieros supranacionales son gestionados por un coro de capataces locales que administran Europa
La segunda clave serían los lobbies, que canalizan con un admirable pragmatismo anglosajón la transparencia de las influencias sobre los legisladores manteniéndolas, sin suprimirlas. La cita de Chris Hedges es clarificadora: “Los lobbistas escriben los proyectos de ley y consiguen que sean aprobados, gracias a que son quienes les aseguran a los políticos el dinero para ser elegidos, y les emplean cuando dejan la política”. La única razón para aceptar el lobbismo sería la certeza de que lobbistas y políticos aceptaran sus reglas de deontología política pragmática.
En España el PP anuncia un proyecto de ley sobre los lobbies, pero es poco probable que nuestra tropa de políticos y empresarios acepte sinceramente unas reglas lobbistas. Es más previsible que, en cuanto se establecieran, aparecieran nuevas vías de infracción oculta de las mismas para conseguir nuevas ventajas políticas y económicas irregulares. Aquí siempre se supo que hecha la ley, hecha la trampa. Entre nosotros la institucionalización de los lobbies entrañaría, solamente y sobre todo, la institucionalización de las puertas giratorias, la burocratización del tráfico de influencias, y un crecimiento, todavía mayor de la mercantilización de la política y de las instituciones que debieran ser democráticas. Y, a cambio, ninguna mejora relevante de la salud ética de nuestra moribunda democracia.
La tercera clave que señala Fontana está en las palabras de Michael Hudson, profesor de la Universidad de Missouri, antiguo analista y asesor en Wall Street: “En Europa una oligarquía financiera va reemplazando a los gobiernos democráticos y somete a las poblaciones a una servidumbre por deudas. El resultado es un golpe de Estado oligárquico en que los impuestos y la planificación y el control de los presupuestos están pasando a manos de unos ejecutivos nombrados por el cártel internacional de los banqueros”.
Lo peor es esa abrumadora infiltración de los poderes financieros en todos los centros y parcelas del poder institucional. Es una infiltración taimada, casi siempre con formas democráticas, y con la amabilidad venenosa de la sociedad del consumo. De esta forma, los intereses de los poderes financieros supranacionales son gestionados por un coro de capataces locales que administran Europa con mayor o menor fortuna, bajo la severa batuta de la canciller alemana. Sus mandantes exigen más sacrificios y el coro de capataces simplemente los aplica.
En la práctica, el Estado social agonizante parece haber renunciado a su función teórica de árbitro entre los intereses en conflicto de nuestra contradictoria sociedad. Esto quizás no sea un asalto repentino y violento del Estado, un clásico golpe de Estado como dice Hudson, pero hoy ya nadie duda que el Estado social ha sido abducido por los poderes fácticos de la oligarquía financiera. Nos están llevando del Estado social al Estado S.A. Cada vez somos más clientes y menos ciudadanos.
El dogma imperante es el ánimo ilimitado de lucro. Este dogma nutre el terreno en que crece la “gran divergencia”, que denuncia Krugman, donde se multiplican las puertas giratorias y se secuestra el Estado social. Ese terreno, ese estercolero, es lo peor. En él brotan con toda naturalidad, como setas venenosas, la injusticia, la avaricia, la arbitrariedad y las corrupciones.
José María Mena fue fiscal del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.
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