Yo también soy Artur Mas
Desobedecer no es siempre delito de desobediencia: al 9-N le faltan requisitos clave para que lo persiga la fiscalía
No todo fraude, o estafa, o engaño de carácter político es un crimen.
No toda conducta-de-desobediencia o incumplimiento de una resolución judicial constituye un delito-de-desobediencia.
Quienes hasta ahora han minusvalorado, despreciado o ignorado el principio de legalidad (rule of law) —que, con el principio democrático conforman los pilares de la democracia moderna— deberán hacer ingentes esfuerzos por acreditar coherencia si sostienen que la interposición de una acción penal contra Artur Mas y consejero/s de su Gobierno vulnera la legalidad.
Quienes en cambio han reclamado en las polémicas del 9-N la escrupulosa sujeción al ordenamiento legal; quienes en consecuencia han criticado que Mas lo desbordase, son también los más legitimados para exigir a la otra parte, y a la Justicia, idéntica pulcritud jurídica. Pues el Derecho Penal es garantista; exigente en la presencia de todos los requisitos de un tipo delictivo; de aplicación individualizada; y no admite analogías ni interpretaciones inculpatorias extensivas.
Al grano: una querella contra Mas por desobediencia se antoja un error, o un desatino, o una prevaricación por parte de quien la interponga. ¿Por qué? Porque el artículo 410 del Código Penal (CP), que configura la desobediencia como negación abierta a cumplir resoluciones judiciales, exige la concurrencia de algunos requisitos inexistentes en este caso.
Para que haya desobediencia debe haber “requerimiento previo, directo e individualizado” a cumplir la resolución (auto 37 del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, de 24 de marzo de 2014; la jurisprudencia del Tribunal Supremo, TS, que cita y la evocada en el Código Penal comentado de Paz Rubio/Covián Regales).
El Constitucional se negó a emitir la “orden” complementaria instando a cumplir su propia resolución; y tampoco pudo haber una negativa abierta y reiterada a cumplirla. No hay delito de desobediencia
Pero en su acuerdo suspendiendo la consulta alternativa, el Constitucional (TC) se negó a la pretensión del Gobierno de requerir explícitamente a la Generalitat a acatar la suspensión, para no hacerle el trabajo sucio.
“Este delito requiere la existencia de una orden expresa que sea desobedecida” y como no la hubo, “resulta inviable atribuir un delito de desobediencia a quien en ningún momento se requirió formal y expresamente para que cumpliera el mandato”, [ahora del TC], como reza la resolución 465/1996 de la Audiencia de Barcelona en el asunto 2049/1990.
Pero además, añade, la negativa a obedecer (la orden de ejecución, no la suspensión del evento) deber ser “abierta”, esto es “franca, clara, patente, indudable, indisimulada, evidente o inequívoca”. El carácter “abierto” de la negativa equivale a “grave”, y la gravedad se detecta si “hay reiteración en la emisión del mandato” de que se obedezca, aclara la doctrina (“Derecho penal español, parte especial”, Joan J. Queralt, Atelier, 2010). Además, la orden debe dirigirse a “funcionario [o autoridad] concreto o concretable”, añade Gonzalo Quintero (“Comentarios a la Parte especial del Derecho Penal”, Aranzadi, 2011).
En suma, el Constitucional se negó a emitir la “orden” complementaria instando a cumplir su propia resolución; y tampoco pudo haber una negativa abierta y reiterada a cumplirla. No hay delito de desobediencia.
Hay pocos prededentes de un uso tan político de esta figura: el más evidente es el del caso Atutxa, que políticamente menoscabó a los moderados del PNV y cuyo proceso jurídico duró en España diez estériles años (de 2003 a 2013) y sigue vivo, de la mano experta de Alberto Figueroa, ante el Tribunal de Estrasburgo.
Algunos quieren añadir a la presunta desobediencia una prevaricación: dictar resoluciones arbitrarias a sabiendas de su injusticia (art 404). La irregularidad política encaja poco en este delito, más bien administrativo (o judicial, el caso Gómez de Liaño): “La resolución [del funcionario o autoridad, digamos prevaricadora] debe versar sobre un asunto administrativo; lo esencial es que no tenga naturaleza política”, indica Quintero (y la sentencia 1160/2011 del TS): aunque eso seguramente no agota los efectos administrativos perniciosos de una acción política no legal [uso de escuelas, registros, funcionarios]. Debe además entrañar una “ilegalidad flagrante y clamorosa”. Pero ¿puede predicarse tal cosa del incumplimiento de una decisión judicial que solo suspendió, pero no anuló, la convocatoria del 9-N? Dudoso.
Una querella por desobediencia cumpliría más bien la función obstruccionista que proprocionaba la vieja “querella catalana”: paralizar procesos civiles [ahora, político] merced a la irrupción de la, preponderante, jurisdicción criminal. Con efectos políticos dramáticos. Convertiría a Mas en mártir, en redentor, en Moisés. Machacaría toda oposición. Ante la asechanza, la inclinación a la autoincupación tipo “Yo también soy Artur Mas” sería irresistible, un imperativo para muchos.
El Parlament ya lo ha iniciado, como si fuera la calle —al modo de las manifestaciones del “Jo també soc adúltera” o del “Jo també he avortat”— desechando lo que casaría mejor con su posición institucional y la defensa del principio de legalidad. A saber, una respuesta jurídica concreta a toda ofensiva jurídica concreta.
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