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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Incluir para educar, educar para incluir

Excluir supone dejar a alguien fuera del espacio de convivencia. La exclusión destruye ciudadanos, pero también a las ciudades

Barcelona acogerá esta semana a ciudades de todo el planeta en el XIII Congreso Internacional de Ciudades Educadoras. Su objetivo, promover e intercambiar conocimiento y buenas prácticas en torno al lema de la convocatoria: “Una ciudad educadora, una ciudad que incluye”. Se cumplen 20 años de vida en crecimiento constante de la Asociación Internacional de Ciudades Educadoras, y por ello se acordó convocar el congreso, que se celebra cada dos años, en esta ciudad, que tuvo la idea de generar un movimiento internacional hoy participado por casi quinientas ciudades de todos los continentes en torno a los principios de su Carta.

El espíritu de la Carta de Ciudades Educadoras es ambicioso: pretende fundir en un mismo ideal los valores esenciales de la educación y de la democracia; y partir de la convicción de que para ello el espacio físico, social y político idóneo es la ciudad. En el fondo, resuena la idea de la fusión vivida en la Grecia clásica entre conceptos como paideia (mezcla de educación y cultura), politeia (o principios constitucionales democráticos, aun con los límites de aquella primera democracia) y polis (ciudad-estado). Esa fusión es aún para nosotros un ideal deseable. Más todavía tras la idea maquiavélica de separación entre la ética —en su base, educación en y para el bien— y la política, lo que rompía otra de las unidades clásicas, la que consideraba indisociables el bien y la justicia individuales (dimensión ética) del bien y la justicia públicas (dimensión política). Por su sentido ético y político a la vez, cierran la Carta los valores del respeto, la tolerancia, la participación y el interés por la cosa pública, por sus programas, sus bienes y sus servicios, entendido todo ello como expresión de la ciudadanía democrática. Pero además resaltan los principios de libertad, cooperación, paz, información, formación y calidad de vida; el principio de igualdad, de solidaridad y de calidad del urbanismo y la vida urbana; y, singularmente, el principo de diversidad con cohesión social.

Las ciudades educadoras vienen aquí a dar un paso más en su trabajo por la calidad democrática postulando la inclusión como un valor concreto que debe dar vida real y diaria al más genérico o básico de la igualdad. Uno de sus artículos advierte de que “las ciudades tienen que ser conscientes de los mecanismos de exclusión y marginación que las afectan”. Tales mecanismos, que por desgracia nunca faltaron, han llegado en los últimos años a ser demoledores en su eficacia excluyente, como nos demuestran las terribles cifras de una desigualdad rampante. Excluir significa dejar a alguien fuera del espacio de convivencia y de las condiciones de seguridad, separarlo gravemente de la media de la calidad de vida, impedirle el acceso a los bienes y servicios considerados hoy indispensables para el desarrollo en plenitud de las personas.

La inclusión es en sí misma educadora porque transmite a la persona potencialmente excluida el respeto de la comunidad urbana, su voluntad de estímulo y apoyo

Al postular e insistir en la inclusión, se espera que el congreso profundice en esa exigencia: mejorar la conciencia de las ciudades sobre el grave peligro de las diversas formas de exclusión que pueden horadar, mermar y destruir su cohesión y su estabilidad, y aplicar las políticas que lo eviten; sobre todo porque pueden cortar de raíz en muchos de sus habitantes la esperanza en el futuro y la confianza en sí mismas y en su desarrollo humano. Destruyen ciudadanos, destruyen la ciudad.

Una ciudad educadora, además de valorar la educación formal o escolar de forma plena, reclama siempre el compromiso educador transversal o universal de todos sus miembros institucionales, económicos, tecnológicos, sociales o culturales o de cualquier tipo puesto al servicio de toda la ciudadanía. Todo ciudadano, y todo colectivo dentro de la ciudad, emite educación implícita —o deseducación— al resto de sus vecinos, más aún si tiene algún nivel de responsabilidad. La ciudad educadora pretende activar esa conciencia e incentivar las mejores prácticas intereducadoras —de todos para con todos— con la finalidad de multiplicar las oportunidades de mejora vital, personal y social.

La inclusión, por principio pero sobre todo como práctica universal, es en sí misma educadora porque transmite a la persona potencialmente excluida —por discapacidad, por edad, por sexo, por extranjería, por condición económica o por cualquier razón— el respeto de la comunidad urbana, su voluntad de estímulo y apoyo y, por tanto, confianza y autoestima, que son esenciales para su crecimiento y plenitud humana; pero también transmite al resto de sus conciudadanos la riqueza del afecto derivado de los valores de la cooperación, de la aceptación no resignada y la posible superación de unos límites supuestamente fatales, del goce alegre de la diversidad.

Incluir, en ámbito escolar u otro, siempre educa; pero educar también incluye, puesto que cualquier exclusión de la plenitud convivencial urbana es por sí misma portadora de desigualdad, falta de respeto y provocadora de tensión y agresividad, factores todos ellos directamente antieducativos. Toda ciudad educadora incluye para educar y no deja tampoco de educar para incluir.

Joan Manuel del Pozo es professor de Filosofía y Síndic de la UdG.

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