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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Uno, dos, tres

Resulta un misterio cuándo abandonará nuestro Alberto Fabra su prestada apostura política

La semana pasada se celebró el 25 aniversario de la caída del muro de Berlín, feliz acontecimiento que en la letra pequeña se debió al error de un funcionario político quizá algo pasado de vodka que entendió mal algunas instrucciones y montó la pájara sin vuelta atrás y sin saber muy bien lo que se hacía ni la que se le venía encima, (nada menos que la demolición popular del Muro) una circunstancia alborotada que ha sido revisitada ahora en algunos de sus detalles culturales más relevantes en el suplemento Babelia, de este periódico, el sábado pasado. Entre las películas en las que el desdichado muro tiene un protagonismo notorio se podría destacar la comedia de Billy Wilder Uno, dos, tres, donde el delegado de coca-cola en Berlín (un impagable James Cagney) debe preparar la visita de uno de sus jefazos, de la que lo espera todo, precisamente cuando la hija del mandamás se enamora al otro lado del Muro de un joven comunista de tebeo (un estupendo Horts Buchold) al que, claro, hay que reeducar en lo posible antes del encuentro fatal. Y la reeducación se centra, como es lógico, en modificar su apariencia hasta conseguir de su persona algo presentable ante un gerifalte del gran capitalismo. Total, se trata de un paripé que sale bien… hasta que el atareado ejecutivo en Berlín, una vez logrado su propósito, necesita un refresco en el aeropuerto al que ha acudido para despedir al jefe, a la hija del jefe y su novio ya excomunista, pulsa el botoncito de la máquina expendedora y le sale… una estupenda pepsi-cola.

Esta pesada introducción, que casi se lleva todo el artículo, enlaza con lo que sigue de una manera casi natural, aunque ya casi nada lo es, todos en manga corta todavía pasado ya Todos Santos. Y lo que sigue es un detalle tan mínimo en apariencia como enorme en su posible significación. Pablo Iglesias, líder de Podemos un tanto abusivo en sus constantes apariciones televisivas, ha prescindido del piercing en la oreja, que no es un atributo personal sino una opción ideológica más o menos difusa, tal vez como aviso o señal de las identificaciones de las que habrá que prescindir a poco que las cosas le vengan bien dadas. ¿Y ahora tenemos que estar pendientes también de si el líder emergente anda o no con piercing orejudo?, dirá alguien concienzudo o inclinado hacia la severidad del entendimiento. Pues sí, ya que en las ocasiones de postín nunca se sabe hasta dónde llegará el strip-tease. Nadie se imagina a José Maria Aznar con un bigote a lo mexicano, aunque en su etapa de jefe en Castilla-La Mancha lucía un peinado que casi le cubría los hombros y una risa que daba pánico tomada desde su lado izquierdo: parecía, aunque en más bajito y menos elegante, el Drácula de Roman Polanski. Y en cuanto a nuestro Alberto Fabra, resulta un misterio cuándo abandonará su prestada apostura política para aceptarse como camarero de playa contratado en fin de semana. Él descansaría, y nosotros también.

Y en cuanto a Podemos, no se descarta que vayan cambiando de vestimenta y de estrategia una vez que la casta los agobie con sus exigencias a reconvertirse en aprendices de castosos. Porque aquí nadie se anda con bromas. Excepto Toni Cantó.

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