Hay otro suflé y también sube
El malestar aumenta la temperatura de la indignación ante una desigualdad creciente que amenaza la cohesión social
Llevamos años viendo como el suflé del soberanismo no cesa de subir y tantas veces como se ha pronosticado que iba a bajar, la realidad lo desmentía. El horno sigue caliente y la masa no deja de subir. No hay peor ceguera que la del quien no quiere ver. Pero el del descontento catalán no es el único suflé que se cuece en estos momentos. Hay otro, mayor si cabe porque afecta a toda España, que tampoco deja de subir. El suflé del descontento social. Hace un tiempo alertaba en este mismo espacio sobre el riesgo de minimizar el malestar. El peligro que entrañaba ignorar como se estaba haciendo, desde la prepotencia y el desprecio, a los cientos de miles de ciudadanos que en mareas de distinto color y por distinto motivo se movilizaban contra los recortes y los retrocesos en el Estado del bienestar. Las protestas perdieron intensidad y en los despachos oficiales, muchos cantaron victoria. La contestación había pasado. Vía libre a las contrarreformas.
Hace tiempo que el malestar está subiendo la temperatura de la indignación ante una desigualdad creciente que amenaza la cohesión social. Pero el Gobierno no parecía muy preocupado por ello. Los sociólogos de cabecera del ejecutivo y su presidente pronosticaban que la salida de la crisis permitiría amortiguar el impacto. Algunos, desde posiciones cínicas, miraban por el rabillo del ojo qué zonas eran las más calientes y se tranquilizaban al observar que el mayor malestar se concentraba en barrios donde la izquierda solía sacar sólidas mayorías. Altas cotas de desafección o de abstención en esos lugares tampoco iba a ser mucho problema. La misma reacción, por cierto, que ante el conflicto catalán: “Mientras sea el caldo en el que se cuece el PSOE, ya nos va bien”, le oí decir en cierta ocasión a un dirigente del PP, feliz de comprobar cómo el PSC, granero de votos socialista, sufría en sus carnes las consecuencias.
Los datos desmienten el triunfalismo con el que se presenta la pretendida recuperación
Y así andábamos hasta que llegó Podemos. Y hasta que las encuestas empezaron a dejar ver que quizá esta vez los efectos electorales de la desafección por abandono social no iban a ser exactamente los esperados. ¿Pero de qué se extrañan los que se extrañan con lo que señalan las encuestas? Los síntomas del malestar hace tiempo que están ahí. Otra cosa es que no los veamos. Hace unos días, varias decenas de vecinos causaron destrozos en una oficina de los servicios sociales en Ciutat Meridiana. Venían de impedir dos desahucios. Hace tiempo que los servicios municipales están desbordados por las peticiones de ayuda. Me cuentan que en el barrio de la Mina la droga vuelve a campar a sus anchas, que la principal ocupación en el barrio vuelve a ser el trapicheo y que todo los que se había avanzado, se está perdiendo. Ha retrocedido veinte años.
Los datos están ahí, son muchos y no engañan. El último informe de exclusión social de Cáritas y el que ha emitido esta misma semana Unicef sobre pobreza infantil no pueden ser más claros. Su contenido desmiente el triunfalismo con el que se presenta la pretendida recuperación. Es posible que haya indicadores económicos positivos, pero para muchísima gente, la crisis está lejos de haber acabado. Al contrario, lo peor aún puede estar por venir. Y ese futuro incierto puede hacerse más insoportable si además el relato de la realidad que se emite desde el poder pretende ignorarlo. Negar la realidad siempre suele dar malos resultados: demasiados spin doctors elucubrando cada día cómo construir ese relato, tan absortos en los mecanismos de la distorsión aprendidos en carísimos y selectos cursos de mercadotecnia política, que son incapaces de percibir el clamor de la calle.
Es un error pensar que el malestar se circunscribe solo a los sectores directamente golpeados por la pobreza
El problema surge cuando ese relato no concuerda con la experiencia de millones de personas. Ya se puede repetir que estamos saliendo del pozo, y colocar las consignas en portadas y telediarios. Los 11,7 millones de españoles que viven en situación de exclusión no se sienten reflejados en las gráficas de exportaciones. Su cotidianeidad les habla de otras realidades. La del abuelo que mantiene con su pensión al resto de la familia. La de la joven pareja que ha tenido que malvender el piso y volver a casa de los padres. La del desahuciado que ha perdido la vivienda y se ha quedado con la deuda. La de la viuda que no llega a final de mes a pesar de que ya no enciende la estufa y solo puede permitirse alitas de pollo una vez a la semana.
Pero lo que seguramente lleva al más grave de los errores de percepción política es la creencia de que el malestar se circunscribe solo a los sectores directamente golpeados por la pobreza. No. Esta crisis nos ha fragilizado a todos. De repente, todos nos sentimos vulnerables. Y son precisamente quienes partían de una posición de confort —capas medias, profesionales liberales, trabajadores cualificados— los que más acusan ahora los efectos de esta precariedad sobrevenida. La precariedad que según el informe de Cáritas ya golpea al 40,6% de la población. Lidiar con la incertidumbre es algo que causa un gran estrés emocional. Como recordaba recientemente Daniel Innerarity en el Ateneo de Barcelona, aún no hemos aprendido a vivir en una sociedad menos previsible y menos controlable. Y eso ocurre mientras los medios divulgan con profusión de detalles los gastos que los privilegiados poseedores de las tarjetas black de Bankia hacían en objetos y viajes de lujo. Y mientras se suceden en los juzgados las idas y venidas de políticos y empresarios de éxito acusados de corrupción.
Eso es lo que hace subir el otro suflé, el del malestar social. Y no parece que vaya a bajar.
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