De la independencia al cielo
Tirar la toalla de la negociación y del diálogo es ceder a la impotencia, el mayor enemigo del progreso y la emancipación
Nadie hubiera dicho hace unos años, cuando el nacionalismo catalán era sinónimo de liberación, que declararse nacionalista estaría mal visto, fuera cuál fuera la nación de referencia. El núcleo duro del independentismo se confiesa solo independentista. Así lo hacía Oriol Junqueras en el programa de Jordi Évole: no soy nacionalista, soy independentista. ¿Independencia porque sí? No exactamente. Las razones que justifican la independencia son, en primer lugar, el reiterado desprecio del Estado español por la singularidad catalana, que ha hecho fracasar todos los intentos por conseguir un reconocimiento del poder político y una financiación suficiente para Cataluña. La segunda razón es que una Cataluña independiente será el país que todos deseamos: más libre, más demócrata, más equitativo, sin corrupción.
Por increíbles que nos parezcan a quienes no compartimos ni el ideal independentista ni argumentos tan simples para justificarlo, estas son las razones que han penetrado hasta el fondo en la mente y el corazón de los que comulgan con la fe secesionista. Convendría notar en su contra que el argumento de romper con el Estado español, con la excusa de que todo intento de conseguir un encaje con Cataluña ha sido y será inútil, no es un alarde de sabiduría política. Al contrario, hacer política es no cejar en el empeño de negociar para resolver los conflictos generados por intereses contrapuestos. Tirar la toalla de la negociación y del diálogo es ceder a la impotencia, el mayor enemigo de la emancipación y del progreso que debieran estar en el horizonte de la buena política.
El espectáculo que han dado los partidos del “derecho a decidir” muestra que la reticencia a la negociación no está solo fuera, sino en los mismos artífices del proceso. Solo desde la lógica partidista se comprende que ni ICV ni ERC quieran “perder el tiempo”. Y que las prisas por llegar a la independencia de ERC no sean compartidas por CDC que necesita más tiempo para reconvertirse y que no acepta la desobediencia como método. Llegado el momento decisivo, el interés general, incluso cuando este se denomina “independencia”, ha sido vencido por el interés en las elecciones.
Tanto si se abraza la independencia por sí misma, como si se emprende un replanteamiento que mejore el autogobierno de Cataluña, la negociación con el Gobierno español será inevitable. El Informe del Consell Assessor per a la Transició Nacional es diáfano al respecto: tras una DUI (declaración unilateral de independencia), la medida más extrema, se impondrá una negociación larga con el Gobierno de España o, en el caso de que esta fracase, otra negociación aún más larga con las autoridades europeas. Todo será difícil y, sobre todo, largo. Más largo y, sin duda, más complejo que aprovechar el potencial desencadenado por la espiral independentista para revisar las relaciones entre Cataluña y España, con reforma constitucional incluida y referéndum final para conocer el sentir y la opinión —esta vez con garantías— de los ciudadanos.
Tras una DUI (declaración unilateral de independencia), la medida más extrema, se impondrá una negociación con el Gobierno de España
Pero no es ese el rumbo que quiere marcar la fuerza más poderosa, la de Oriol Junqueras, que ha renunciado del todo a cualquier entendimiento con España que no contemple previamente la ruptura. A su juicio y al de los suyos, solo una Cataluña libre de la “opresión” española podrá construirse como un país mejor. La desconfianza y el desánimo que a los secesionistas les produce el Gobierno de España (esté en manos del PP, del PSOE o de cualquier otra conjunción de partidos "españoles"), es directamente proporcional a la fe ciega en las posibilidades de una Cataluña soberana y próspera.
No lo cree solo Junqueras, el aludido Informe sobre la Transición Nacional comulga con tan desmedida ilusión al señalar de entrada que el proceso hacia la independencia tiene como fin “hacer de Cataluña un país nuevo donde todos vivan mejor, donde se garantice la cohesión social y el bienestar de todas las personas”. Las razones no son sentimentales ni miran solo a un pasado de dominación, sino a la supuesta potencialidad de los catalanes de construir un estado inédito, sobre bases cívicas y de justicia social. El nosotros catalán tiene por lo visto capacidades de las que carece el resto de los españoles.
No es broma, la ilusión la comparten y la expresan en tales términos muchos de los que se han sumado a la ola independentista. No importa que la política catalana haya mostrado hasta ahora tener los mismos defectos que exhiben nuestros vecinos: la misma corrupción, los mismos recortes, el mismo fracaso escolar, el mismo despilfarro, la misma burbuja inmobiliaria. No importa que los años de autogobierno catalán, por escaso que este sea a juicio de los insatisfechos, no hayan servido para crear en Cataluña ninguna estructura muy distinta de las que tienen otras autonomías y el propio Estado español. El salto hacia la Arcadia no necesita otra base que liberarse de España.
No nos dejemos engañar más. Las rupturas no traen por sí solas mejoras sustanciales. Vivir en una sociedad decente y que funcione es fruto de la buena voluntad de quienes viven en ella y, en especial, quienes la gobiernan. Y no solo depende de eliminar el déficit fiscal.
Victòria Camps es profesora emérita de la UAB.
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