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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El espiral del silencio

¿Dónde están en el debate político español, el pluralismo la libertad de expresión o la discrepancia sobre la cuestión catalana?

Entre los artefactos argumentales más sofisticados del arsenal de quienes rechazan la aspiración soberanista catalana —o sea, excluidos los epítetos de fascistas, nazis, chorizos o paletos con que se ha calificado, verbigracia, a los manifestantes del pasado Once de Septiembre—, se halla la tesis de que en Cataluña impera un clima inquisitorial, que nuestro debate político sufre graves déficits de pluralidad, que hay falta de discrepancia y escasez —o ausencia— de libertad de expresión.

Invocada por innumerables articulistas y activistas del unionismo, esta idea ha sido sostenida también por significados líderes políticos: siendo aún primer secretario del PSC, Pere Navarro afirmó que “Cataluña va hacia el pensamiento único”; Alicia Sánchez-Camacho ha hablado de los “totalitarismos de pensamiento único” impulsados desde “la expresión fanática de la Cataluña oficial”; por su parte, la exministra Carmen Chacón se dice decidida a “romper la espiral de silencio que se vive en Cataluña”.

Permítanme que, con el mayor respeto, deposite momentáneamente a un lado tales descripciones para examinar otra porción de la realidad. Descontada Cataluña, en el resto del Estado español viven unos 40 millones de personas. Se trata de una sociedad moderna, compleja y sensible, en cuyo seno funcionan miles de asociaciones, oenegés y entidades de todo tipo, comprometidas con las más diversas causas sociopolíticas, desde el apoyo a los inmigrantes ilegales que arriban a las playas o malviven en las ciudades hasta la vieja y noble solidaridad con el pueblo saharauí, pasando por la defensa de los derechos colectivos de los tibetanos, de los palestinos, de los misquitos, etcétera. Eso, sin olvidar los innumerables grupos ecologistas, animalistas, conservacionistas y similares.

Y bien, en ese contexto, ¿es verosímil que, desde el otoño de 2012, no haya aparecido ningún grupo, ni siquiera un grupúsculo que, en Madrid, Albacete, Huelva o Cantabria, defienda públicamente la legitimidad de los catalanes para ejercer en las urnas el derecho a la autodeterminación? ¿Tienen ustedes noticia de alguno? Porque yo, no...

En aquella España antes aludida hay decenas de miles de profesores universitarios, miles de escritores, artistas y creadores de las más diversas especialidades, muchos de ellos abajofirmantes curtidos desde hace décadas en toda suerte de movilizaciones y manifiestos (contra la OTAN, contra la guerra de Irak, por el derecho al aborto, por Gaza, por el matrimonio homosexual...). Sin embargo, prácticamente ninguno de ellos ha empuñado la pluma o la palabra para decir que, si una mayoría de catalanes democráticamente verificada quisiera irse, el deber de los españoles sería —parafraseando a Manuel Azaña— dejarles en paz y desearles buena suerte.

La orfandad en que los intelectuales españoles dejaron al nuevo Estatuto catalán durante su ilusionada presentación madrileña, el 2 de noviembre de 2005, se ha convertido ante el proceso soberanista en hostilidad abierta y sin fisuras. Ha habido al respecto movilización intelectual, desde luego: la de los Libres e Iguales exigiendo toda la contundencia de la ley, sin pactos ni compromisos; y algún manifiesto soi-disant federalista, pero mucho más pendiente de descalificar el escenario de la independencia que de potenciar el problemático federalismo hispano-castellano. Tocante al escenario político, la unanimidad de PP, PSOE y UPyD en el no es berroqueña; y las actitudes más comedidas o matizadas de Cayo Lara y Gaspar Llamazares por un lado, de Podemos por otro, solo sirven para alimentar la criminalización de los de Pablo Iglesias, o para decir que “IU hace el juego al secesionismo”.

Así, pues, ¿dónde están, en el debate político y mediático español, el pluralismo, la discrepancia y la libertad de expresión acerca de la cuestión catalana? ¿No es el asfixiante unanimismo antisoberanista imperante en Madrid y su vasto hinterland un ejemplo de libro de esa “espiral del silencio” estudiada por la socióloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann?

¿Resulta normal que, ante el reto del 9-N, exista mayor diversidad de posturas explícitas y publicadas en un departamento universitario de la UAB —el mío, sin ir más lejos— que en toda la universidad española, de la que no ha emanado ni un solo papel favorable al derecho a decidir? ¿De verdad no hay en las Españas un escritor, artista o filósofo simpatizante con las aspiraciones de la mayoría parlamentaria catalana, pero que no osa hacerlo público por miedo a boicoteos y amenazas?

La turbotramitación del recurso de inconstitucionalidad del Gobierno Rajoy contra la convocatoria del 9-N ha ofrecido un ejemplo supremo de ese “pensamiento único” del que unos llevan la fama, mientras otros cardan la lana. El pasado domingo por la tarde, en la reunión de la permanente del Consejo de Estado, Miguel Herrero se sumó sin matiz alguno a los demás consejeros para votar unánimemente que la Ley de Consultas catalana y la convocatoria de noviembre son inconstitucionales. Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, Premio Blanquerna 1998 por su comprensión de la realidad catalana, cómplice intelectual del Ernest Lluch más foralista y austriacista... El señor Herrero, ¿ha cambiado legítimamente sus ideas, se ha dejado absorber por la espiral del silencio, o acaso teme un linchamiento moral?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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