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crítica | teatro
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Antígona en las guerras civiles

Las dos Españas sacrifican a sus hijos inútilmente en ‘La sangre de Antígona’, de José Bergamín

Javier Vallejo

Un agravio comparativo: el Gobierno de Creonte concede honras fúnebres a Eteocles, pero prohíbe que se dé sepultura a su hermano Polinices. Análogamente, mientras los caídos del bando franquista reposan en cristiana sepultura, buena parte de sus homólogos republicanos yacen en fosas y cunetas, sin que el Estado se interese por ellos. En La sangre de Antígona, José Bergamín acerca el mito clásico a la España cainita y hace del empeño de su protagonista un via crucis profano, con su prendimiento, juicio y pasión. “Ustedes están muertos. Todo el que obedece lo está”, dice la joven, alzada contra el dictado real, a quienes la apresan, y su diatriba, en boca de la proteica actriz mexicana Érika de la Llave (que modela su Antígona monumental como un cruce colérico pero reflexivo entre Semíramis y Segismundo), viene al caso también de cuantos aceptan hoy sin réplica los dictados de un orden económico considerado cuasi inmutable y de quienes exhiben las predicciones del FMI como si fueran la voz de Tiresias.

La sangre de Antígona

Autor: José Bergamín. Versión: Fernando Bergamín. Director: Ignacio García. Compañía Nacional de Teatro de México. Teatro María Guerrero. Hasta el 14 de septiembre.

Aunque Bergamín, desanimado por su exilio de ida y vuelta y por la imposibilidad de estrenar en orilla alguna, concediera en su vejez que su teatro estaba destinado a ser leído, esta pieza trágica tiene el pathos tendido como un arco, especialmente durante aquellos pasajes donde Ignacio García, su director, forja imágenes a la altura poética del texto. Su puesta en escena sortea con empaque y pericia ese bajío llamado solemnidad presente en toda obra pareja, aunque no responda a la cosmovisión de lo trágico que el espectador actual tiene tras haber visto producciones de directores versados en el género, como Ariane Mnouchkine, Farid Payá o Gábor Zsámbéki.

García bebe de otras fuentes: en su adición de música procesional, sobre la que compone expresivos cuadros plásticos, es palpable la influencia de las tragedias populares de Salvador Távora y La Cuadra de Sevilla.

Entreverando el texto de sonetos, el poeta republicano alumbra por momentos una síntesis luminosa entre los clásicos griegos y nuestro teatro aurisecular. Fernando Bergamín Arniches, su hijo, autor de la adaptación, ha cambiado apenas el orden de algún pasaje, suprimido ciertas líneas y reconvertido en diálogos con Ismene, Creonte y el coro tiradas que originalmente eran un dilatado melólogo interior, escrito para Ingrid Bergman a instancias del músico Salvador Bacarisse y de Rossellini, cuyo estreno se frustró tras la separación de la diva y el director italiano.

El espectáculo ganaría alas si García suprimiera esos oscuros, obligados (imagino) por la manipulación de la escenografía corpórea; si limara cierto artificio dramático (el que producen los soldados apuntando a Antígona, por ejemplo) y consiguiera imprimirle pulso ritual al coro, reparos todos ellos que no merman la impronta poderosa que deja en el público.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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