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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Imágenes de guerra y terror

Cataluña fue pionera en el uso filmaciones como arma de persuasión. Ahora los vídeos son usados como arma de terror

Milagros Pérez Oliva

Parece que no nos demos cuenta, pero Europa tiene en estos momento una guerra no declarada en su interior, en Ucrania, y otra muy cerca, entre Siria e Irak, que amenzan con incendiar todo Oriente Próximo. De esas guerras nos llegan imágenes terribles de ciudades destrozadas y cadáveres en las calles, no muy distintas de aquellas que guardamos en la memoria como algo afortunadamente remoto: las de la Guerra Civil. Y sin embargo, es sorprendente lo mucho que se parecen las filmaciones que nos llegan de Alepo, por ejemplo, y las de los bombardeos de Barcelona, pese a los casi 80 años que las separan.

Si Barcelona fue, con Guernika, el banco de pruebas de lo que en la II Guerra Mundial se convertiría en una nueva frontera de la guerra, el bombardeo indiscriminado de ciudades con su población civil como blanco, lo que ocurrió con la propaganda fue el preludio de un fenómeno que años más tarde se llevaría al paroxismo en la Alemania nazi o la Rusia soviética: la utilización del cine como arma de guerra.

La sala Laya de la Filmoteca de Catalunya fue escenario el viernes del preestreno de un excelente documental, Cinema en temps de guerra, producido y dirigido por Bartomeu Vilà, que próximamente se proyectará en el cine Boliche. El documental recorre la filmografía que se rodó en Cataluña durante la Guerra Civil y lo primero que soprende es lo mucho que se llegó a rodar: más de 350 títulos, que incluyen películas, noticiarios, documentales y hasta musicales y comedias. Y el alto grado de innovación que se alcanzó, tanto en formas como en contenido. Se trata de un cine eminentemente político, en el sentido fuerte de la palabra. Cine destinado a mostrar y ensalzar una revolución en marcha.

Los miembros del Sindicato de Espectáculos de la CNT sabían muy bien el irresistible poder de fascinación que tenía la imagen en movimiento. Entre ellos se encontraba un jovencísimo Joan Mariné, operador de cámara, cuyo vivaz testimonio vertebra el documental. Fue este sindicato el que llevó la iniciativa fílmica en la primera fase de la guerra, hasta que el Gobierno de la Generalitat decidió crear Laya Films, una productora destinada a integrar —y controlar— los diferentes colectivos que trabajaban en el sector.

A sus 94 años, Joan Mariné recuerda con nitidez cada detalle, cada escenario, cada imagen captada aquellos años

Mariné ejerció en Laya como director de fotografía y es el último superviviente de aquel prolífico equipo de cineastas. Bajo la dirección de Jaume Miravitlles, comisario de Propaganda de la Generalitat, la misión de la productora era proveer de imágenes que reforzaran la cohesión interna y permitieran al mismo tiempo ganar apoyos para la causa republicana en la comunidad internacional.

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A sus 94 años, Joan Mariné recuerda con nitidez cada detalle, cada escenario, cada imagen captada aquellos años y, como Clint Eastwood, parece haber conjurado a la muerte con una receta que ambos siguen a rajatabla: no dejar que la vejez entre en su casa. “Hace tiempo que el médico me dijo que dejara de trabajar, pero yo sigo haciéndolo desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde”, dijo en la presentación del documental. Su biografía daría, como apuntó Bartomeu Vilà, para varias películas más, incluidas sus vivencias en la guerra con quinta del biberón o su angustiosa huida del campo de refugiados de Argelès.

Muchos años después de que Laya Films fuera clausurada y sus materiales confiscados por las tropas franquistas, Joan Mariné vivió un momento sublime por el que todavía se le empañan los ojos: trabajaba para la Filmoteca Nacional en Madrid cuando recibió para su restauración abundante material procedente de Checoslovaquia. Para su sorpresa, entre aquellas deterioradas cintas se encontraban muchas de las que él había filmado.

La mayor parte de la producción fílmica de aquella época tenía una finalidad descaradamente propagandística. Era vehemente y combativa y su contenido estaba fuertemente ideologizado. Por supuesto no aparecen iglesias en llamas y sí en cambio muchos edificios bombardeados. Pero tanto los contenidos informativos como los de ficción buscan ante todo persuadir sobre las bondades del mundo que se está construyendo, incitar apoyos y adhesione, primero a la revolución y luego a al causa republicana. Intentan, en general, provocar emociones positivas.

El uso del cine como propaganda de guerra ha tenido desde entonces muchas ocasiones para mostrar su enorme capacidad de impacto. El último ejemplo todavía nos tiene agarrotados. Hasta ahora estábamos acostumbrados a que cada bando mostrara en imágenes lo perverso que podía ser el enemigo: coches bomba, ciudades devastadas, mujeres y niños destripados. Pero el Estado Islámico ha llevado la propaganda de guerra a un nuevo paradigma: mostrarnos lo perversos que pueden ser ellos mismos. Mostrando al mundo cómo fusilan a una hilera de prisioneros o degüellan a un periodista no pretenden infundir simpatía, ni siquiera entre sus seguidores, sino terror. No pretenden socializar el dolor, sino el horror. Pero también ellos cuidan hasta el más mínimo detalle. No es casualidad que los dos periodistas degollados llevaran blusones naranja, como los presos de Guantánamo. La imagen como arma.

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