“Siempre fui libre para escoger mi camino”
Valores reforzados tras un voluntariado en Ecuador conducen a Carles Canela de una multinacional informática a la fábrica familiar de clips de pelo
Llovía ceniza densa por el volcán, estaba a 11.000 kilómetros de casa, donde aun no sabían de él, y desconocía cómo acabaría la aventura de cooperante junto a su esposa. Sí, hubo un momento en que Carles Canela (Barcelona, 1974), a pesar de su más de metro noventa, se tambaleó y dudó y pensó que por qué se había metido en ese lio. Con los años ha modelado la explicación: “Ahora sé que siempre he sido libre para escoger mi camino, lo que quería hacer o ser en cada momento”. Y primero la senda del estudiante de administración y dirección de empresas de Esade fue la de cotizado consultor de sistemas informáticos; pero al final de ella desembocó en el hoy director-gerente del pequeño taller familiar de clips para el pelo en el barcelonés Poblenou. Por el camino, cooperante en La Minga, comunidad rural en pleno Ecuador.
El abuelo fundador en 1941, Salvador Almirall, parece mirar desde la fotografía colgada en la minúscula sala de reuniones de Industrias Metalúrgicas Riz (de rizos) su viejo muestrario desplegable de clips y agujas para el moño. “A la fábrica me acercaba solo los veranos, acompañando a mi madre que llevaba la parte administrativa y a mi tío, él al frente de la técnica". Ahí estaba una moto pequeña que, como su madre no quería que usara, su abuelo, mecánico de oficio, arreglaba para, moderno Penélope, deshacer lo reparado por la noche.
“Aquello me enseñó
No le costó acabar los estudios en 1998 y hallar trabajo en una multinacional francesa, Mazars, con grandes bancos e industrias como clientes para los que, traje y corbata mediante, diseñaba el sistema informático para un millar de nóminas o un protocolo de almacenaje de mercancías gigantesco. Pero una insatisfacción larvada afloraba en Carlos. La labor de su madre con entidades sociales del barrio y la voluntad de su esposa, Mireia, enfermera, de hacer algo por los demás les llevaron a un voluntariado de dos años en Ecuador.
“La verdad es que no lo entiendo', me dijo mi jefe, pero yo creía que debía hacerlo, que sería bueno para mí”. Lo fue. Llegaron en 2002. Ahí dejaron un proyecto de dispensario y un equipo de promotores de salud. Pero se trajeron mucho más. De entrada, una niña, Maria, concebida exprofeso ahí: “Es un recuerdo constante de lo que vivimos, nos parecía que un momento importante para nosotros debía ser compartido con esa gente”. Y un bagaje humano que es sabiduría sin precio. “Hoy somos más sencillos y humildes y conscientes de lo que tenemos”. Eso también lo aplica ahora en el taller de clips. “No decido nada solo: pacto con la gente de almacén o hablo con los de talleres cuando quiero implementar algo”, confiesa. “Tengo más presente al otro; si en esa comunidad no construías con los otros no tirabas adelante”.
El retorno no fue fácil. Estuvo un año en la oficina de su padre y en 2005, pura querencia, otro de gerente en una fundación social, la Pere Relats, para volver al mundo de la consultoría. Pero se había roto algo. “Con la crisis, los proyectos eran menos interesantes y ese mundo se tecnificó mucho, con una informática que iba más rápido de lo que yo podía y, en el fondo, quería asimilar; sentía que algo se me escapaba”. Reflexivo, hizo lo que mejor sabe hacer: calculó el sistema… de su propia vida, con dos variables más: Ignasi y Ferran, hoy de 8 y 5 años. “Eché el freno: estrés y horarios de trabajo se me llevaban; quería planificar mi futuro”.
“Eché el freno: estrés y
Hablado con la madre y el tío, hace dos años se puso al lado de éste para dar continuidad al negocio familiar. “Nunca me lo planteé y hoy, ya, tercera generación; al descolgar el teléfono me siento orgulloso de ello…”, musita antes de cruzarse con uno de sus 11 empleados, al que coge por el hombro. “Hay trabajadores que han visto a mi madre embarazada de mí y clientes que lo son de más de 60 años…”. Una responsabilidad brutal: “Sí, mía, pero también mutua: ellos han cobrado siempre cuando a veces no lo han hecho ni mi madre ni mi tío; mi entrada les da tranquilidad: saben que la empresa sigue con alguien con compromiso histórico”. Cruza su rostro una sombra: “Cada viernes tenemos una especie de comida oficial en casa del abuelo… Hoy no puede ver esto, murió hace cinco años”.
Es la única tristeza porque Carlos es más feliz hoy que nunca y eso que cobra menos. “He perdido salario; pero Ecuador también sirvió para eso, me enseñó a vivir con poco, he cambiado dinero por libertad y realización profesional”, apunta antes de mostrar una adquisición suya para modernizar el empaquetado, esperanzado porque han resistido la larga crisis y el todoacienismo chino.
Entre cajas rotuladas a mano —'Diademas tela'; 'Bolsas para moño'; 'Magda muñequita'...—, Carlos recoge un paquete que trae, dubitativa, una joven: hoy, Industrias Metalúrgicas Riz trabaja con la Asociación del Raval Estel Tàpia, la Fundación Pare Manel y con la cárcel de mujeres de Wad-Ras para inserir laboralmente a excluidos. “Carlos es como es también porque la familia es como ha sido”, resume. Gente que decide su vida con la gigantesca determinación de un clip de pelo.
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